Alberto Fernández, un pato rengo sin reelección

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El abismo que se cierne por delante del Presidente es la soledad política. Este domingo se reúnen los diputados del Frente de Todos y los de Juntos por el Cambio con el mismo dilema. Cómo evitar acompañarlo en la votación del acuerdo con el FMI sin que se convierta en un empujón a otro default 7 marzo, 2022

Lo imaginó muy diferente. Pero, como dijo Perón sin que sus herederos lo escuchen, la única verdad es la realidad. Y la verdad es que Alberto Fernández comienza su peor semana desde que es presidente. No porque la estrategia sanitaria para enfrentar la pandemia haya sido un fracaso. No por los muertos que se podrían haber evitado, ni por las vacunas que se inyectaron en brazos privilegiados o por las fiestas en Olivos que nunca debieron haber sucedido. Todo eso empieza a quedar atrás en el torbellino sin memoria que es el ADN del país adolescente.

Como empieza a quedar atrás aquel encuentro con Vladimir Putin del 3 de febrero. Como quedan atrás las seis horas en el Kremlin, el caviar compartido de los ríos de Siberia y los elogios innecesarios al tipo que hoy está destruyendo las ciudades de Ucrania y los puentes de la sociedad globalizada que habían acercado a Rusia con Europa y los Estados Unidos desde la caída del Muro de Berlín. Elogios que complacían a Cristina, pero de los que ahora el Presidente está arrepentido. Tarde para lágrimas.

Por ninguna de esas desgracias arranca la peor semana para Alberto Fernández. El abismo que se cierne por delante del Presidente es la soledad política. Este domingo se reúnen los diputados del Frente de Todos y los de Juntos por el Cambio con el mismo dilema. Cómo evitar acompañarlo en la votación del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional en el Congreso sin que se convierta en un empujón a otro default de la Argentina.

La coalición opositora tiene tantas razones para votar por el acuerdo con el FMI como motivos para rechazarlo. Pero la duda principal es el costo político de acompañar los dos años que restan de decadencia económica y el tarifazo que acaba de diseñar el ministro Martín Guzmán, pero que por esas transferencias de vuelo bajo que tiene la política debió anunciar la portavoz, Gabriela Cerruti.

En su discurso en la Asamblea Legislativa del martes pasado, Alberto Fernández prometió que en su gobierno no iba a haber tarifazo ni ajuste. Son tiempos de promesas breves. El tarifazo anunciado solo dos días después en la Casa Rosada establece aumentos promedio del 21% para los sectores más pobres, que pagan la tarifa social del gas y la electricidad. Una suba del 42% promedio para algunos sectores medios y la quita del subsidio para el segmento de clase media alta, los comercios y las pymes. Ese es el corazón del tarifazo.

El tarifazo, que no debe ser llamado tarifazo, va a estar concentrado sobre el sector más dinámico en términos económicos y va a arrastrar subas de entre el 100 y el 200%, según los cálculos más optimistas de los economistas cercanos y de otros críticos del Gobierno. Se estima que el impacto va a ser parecido al que provocó la desregulación de subsidios energéticos que puso en marcha Mauricio Macri en 2017. La consecuencia política de aquella falta de gradualismo fue su derrota electoral.

Todas las encuestas que se hicieron en 2019 sobre las razones del voto que abandonó a Macri para inclinarse por Alberto Fernández arrojaron el mismo resultado. El tarifazo en los servicios públicos fue el argumento mayoritario de quienes cambiaron de candidato. Ni Néstor Kirchner, ni Cristina, ni Macri, y ahora tampoco Fernández pudieron encontrar la receta para hallar un punto de equilibrio entre la imprescindible inversión en la infraestructura de servicios y el impacto social de los tarifazos. Otra materia pendiente para la democracia imperfecta.

Mientras Juntos por el Cambio dirime su interna presidencial de 2023 con el voto (o el rechazo, o la abstención, o la negación del quorum) al acuerdo con el FMI, el mayor problema para Alberto Fernández es el abandono paulatino de Cristina y el kirchnerismo, que dejan al Presidente a la deriva y lo transforman demasiado anticipadamente en un pato rengo. Aquel “lame duck” de los estadounidenses que, desde Abraham Lincoln, denominan así a los presidentes que se quedan sin poder. El pato rengo pronto se queda atrás de la bandada y a tiro muy fácil de los enemigos.

Si Alberto conservaba alguna duda sobre la ruptura del matrimonio con el kirchnerismo, la apertura de las sesiones en el Congreso se lo terminaron de dejar más que claro. Después de renunciar a la jefatura del bloque del Frente de Todos en Diputados, Máximo Kirchner ni siquiera apareció en la sesión más importante del año. Explicó que debía acompañar a sus hijos al inicio del ciclo lectivo en Santa Cruz. No hubo un solo reproche.

Lo que sí dejó en claro el jefe político de La Cámpora es su postura contraria respecto del acuerdo con el FMI. En las redes sociales se posteó un video con militantes kirchneristas que hace algún tiempo dejaron de ser jóvenes, haciendo pogo y cantando que no iban a votar jamás por una propuesta semejante. Y un par de planos de Máximo Kirchner como para que todo el Gobierno no tenga ninguna duda sobre quién era el ideólogo.

Tampoco estuvo en la Asamblea el senador más confiable para Cristina, el neuquino Oscar Parrilli, inmortalizado por los audios más viralizados de la política reciente. Aquellos en los que la Vicepresidenta lo maltrata con insultos deliciosos. Un mensaje suyo de WhatsApp de dos palabras (¡andá, Oscar!) hubiera bastado para que el legislador corriera al Congreso. Pero eso no sucedió.

Quizás el abandono que más le haya dolido a Alberto no sea el de Máximo Kirchner ni el de Parrilli. La deserción de mayor impacto fue la del ministro del Interior, Eduardo de Pedro, quien aceptó una oportuna invitación de un congreso de telefonía móvil en España para esquivar el tropiezo legislativo del pato rengo.

Para evitar las suspicacias, De Pedro se preocupó en aclarar varias veces que había ido a España enviado por el Presidente. Y hasta difundió una foto suya mirando el discurso de Alberto Fernández en el Congreso a través de una notebook. El World Mobile Congress en Barcelona es uno de los eventos de telefonía digital más importantes del planeta y se dan cita, además de los dirigentes políticos y los empresarios españoles más relevantes, el Rey Felipe VI muy a pesar de algunas rabietas antimonárquicas.

De Pedro aprovechó la gira española para reunirse con la alcaldesa de Barcelona, la catalana Ada Colau, a la que el futbolista Gerard Piqué le adjudica la decadencia de la ciudad que amó a Lionel Messi. En Madrid conoció al exjuez y ministro del Interior Fernando Grande Marlasca; a la ascendente vicepresidenta Yolanda Díaz y a la ministra de Derechos Sociales, Ione Belarra, una dirigente del alicaído Podemos, el partido chavista español que trata de superar la crisis que le produjo la aplastante derrota en la comunidad de Madrid que le infligió Isabel Díaz Ayuso y exilió de la política al polémico Pablo Iglesias.

En la Casa Rosada no cayó bien la ausencia de De Pedro en la Asamblea Legislativa porque agigantó la soledad de Alberto Fernández. “Wadito se armó en España una agenda presidencial”, se quejaron algunos de sus colegas de gabinete, quienes creen que el ministro será el candidato de Cristina si las postulaciones del Frente de Todos logran salir de la órbita del dedo de la Vicepresidenta y se llegan a dirimir en elecciones primarias.

Alberto había soñado con un discurso más lúcido en el Congreso y con un relanzamiento de su gobierno que incluyera el recambio de algunos ministros. Una vez más, no pudo ser. Las tenazas del kirchnerismo lo mostraron muy solo en el arranque de la segunda mitad de su mandato, complicado para conseguir los votos que necesita el acuerdo con el FMI y con una Cristina inconmovible a su lado, que en algunos momentos parecía disfrutar de cada una de las desventuras discursivas y emocionales del Presidente.

La idea, que había ilusionado a algunos optimistas sin remedio después de la recuperación de un par de puntos en las elecciones legislativas de noviembre, se terminó de derrumbar este 1º de marzo. Aquel sueño de impulsar la reelección de Alberto Fernández, por default del resto de los candidatos en el oficialismo, se transformó demasiado rápido en una quimera.

Hasta los albertistas más acérrimos se convencieron de que el Presidente jamás va a enfrentar a Cristina. “El problema del albertismo es Alberto”, explica sonriendo uno de ellos. Es de los que se encogen de hombros cuando le preguntan por el futuro.

El proyecto que empieza a cobrar forma es que Alberto sea una suerte de garante para que haya PASO en el Frente de Todos, y que de allí surja algún candidato presidencial competitivo. Es el premio consuelo de quienes no pueden aspirar a competir por un segundo mandato presidencial. Ofrendar su futuro político para asegurar la transición. Un sacrificio que le proporcionó a Raúl Alfonsín un lugar amable y merecido en la historia.

Pero las distancias de aquel Alfonsín con el desafío que le toca a Alberto Fernández son enormes. El Presidente de la pandemia, y ahora de una guerra impredecible en Europa que le tocó en suerte, deberá mostrar una destreza de la que careció hasta ahora. Pericia indispensable para dejar en la sociedad una imagen que lo despegue de esta sucesión ininterrumpida de despropósitos.