El principal problema de Cristina Kirchner no es Alberto Fernández

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Nota extraída de La Nación por Sergio Bernsztein

La mayor dificultad que tiene la vicepresidenta parece ser la realidad; las preferencias de buena parte de la sociedad vienen cambiando como consecuencia de la consolidación del modelo estanflacionario. 6 mayo, 2022

A juzgar por el nivel de humillaciones al que es sometido de forma permanente, y considerando las sugerencias del Cuervo Larroque para que les devuelva el Gobierno a sus verdaderos dueños (una suerte de reivindicación tardía de la “doctrina Vallejos”), cualquier observador del escenario político argentino tendería a concluir que Alberto Fernández constituye el principal problema que tienen hoy Cristina Fernández de Kirchner y su acotado pero fervoroso núcleo de pertinaces seguidores. En efecto, actúan como si estuviesen defraudados por las objetivamente limitadas prestaciones que tuvo el Gobierno (que Cristina sintetizó de forma contundente, demostrando una virtud discursiva desconocida en ella, cuando se refirió a la falta de legitimidad de gestión o ejercicio, para utilizar el concepto weberiano) que explican la dura derrota en las elecciones de mitad de mandato del año pasado, de la cual responsabilizan al primer mandatario y a su ministro de Economía, el vapuleado Martín Guzmán (quien ya estaría evaluando potenciales oportunidades de desarrollo profesional en el sector privado). Pero, mucho más importante aun, la ofensiva ultra-K que arrinconó al Presidente parte de la hipótesis de que mucho peor que haber perdido esos comicios es conducir y condenar al peronismo, o lo que quede de él para entonces, a otra derrota similar o incluso más dura el año próximo.

Hasta cierto punto, esa crítica es relativamente injusta, pues si alguien fue repetidas veces responsable y protagonista de caídas electorales dolorosas fue precisamente la actual vicepresidenta: 2009, 2013, 2015 y 2017 son sin duda antecedentes indelebles en la atiborrada historia de fracasos kirchneristas. Más discutida puede ser a quién corresponde la paternidad del último traspié, de noviembre de 2021. “Si nos hubiera dejado hacer albertismo puro, el resultado habría sido otro”, argumentan cerca del Presidente. “Nunca nos imaginamos una gestión tan desastrosa, un gobierno carente de rumbo, un liderazgo tan timorato”, argumenta un viejo kirchnerista que lejos está de pertenecer a los segmentos más radicalizados.

Un conflicto no menor de CFK parecería ser no solo o no tanto el Presidente, sino las políticas que ella esperaba y espera que este gobierno hubiese intentado implementar, sobre todo (pero no únicamente) en materia económica. “¿Qué harían diferente?”, interroga insidioso Carlos Heller, convertido tal vez en un involuntario defensor del Gobierno, pensando sobre todo en la situación económica. No es una pregunta casual ni mucho menos ingenua: Heller sabe que mucho de lo actuado, en especial lo que el Gobierno no supo, quiso o pudo hacer, deviene de los vetos reales o imaginarios de CFK. Es decir, de las cosas que Alberto Fernández sabía que su compañera de fórmula rechazaba, así como de otras acerca de las cuales ella supuestamente habría de protestar, o incluso impedir. Indagar respecto de las expectativas que el kirchnerismo más recalcitrante había configurado respecto de los enfoques alternativos que el Gobierno tenía a mano constituye un ejercicio intelectual bastante poco edificante, pues solamente esos sectores consideran que la docena de años en los que ellos ejercieron el poder fueron exitosos y que deben servir de modelo de acción para otras administraciones. Cualquier política que se aparte de la imagen idealizada que el colectivo ultra-K tiene de esa experiencia, a menudo complementado con una suerte de mantra de un populismo tan anacrónico como impracticable, representa una especie de pecado o sacrilegio imposible de tolerar. Para esta ortodoxia hiperestatista, la galopante inflación que se viene espiralizando en los últimos meses no demuestra la esperable inutilidad del método Feletti, sino su aplicación tardía y en todo caso menguada. Más controles de precios impuestos mucho antes y con un dirigismo más integral y profundo hubieran tenido, para ellos, resultados más auspiciosos. Que la evidencia empírica y comparada demuestre exactamente lo contrario no parece ser un argumento que CFK y sus acólitos estén dispuestos a contemplar.

El principal problema que tiene en estos momentos CFK, por lo tanto, parece ser nada menos que la realidad: está muy vulnerable no solo desde el punto de vista judicial, sino también desde el político-electoral. Para su visión conspirativa y casi paranoica, lo segundo multiplica la toxicidad de lo primero. Sin embargo, otros nubarrones aún más amenazantes aparecen en su complejo horizonte: las preferencias subyacentes de buena parte de la sociedad argentina vienen cambiando de manera notable como consecuencia de –y en paralelo a– la consolidación del modelo estanflacionario gestado durante los años dorados de la hegemonía K y consolidado en el último tiempo, incluyendo el período 2015-19. Un sondeo reciente de D’Alessio IROL-Berensztein muestra un giro novedoso hacia posiciones de centro o incluso de centroderecha (en total, acumulan entre ambos el 60% de los votantes, contra un 22% de quienes se autodefinen de izquierda). Esta demanda de estabilidad y crecimiento sostenido, una nueva oportunidad para políticas y narrativas promercado sin los complejos vergonzantes que tanto atribulaban a los estrategas electorales de Cambiemos en su origen, seduce ahora no solo a los votantes tradicionales de esos segmentos, sino también en otros sectores medios e incluso populares que son, como es evidente, las principales víctimas de la inflación. Una larga década sin crecimiento neto de la economía ni del empleo produjo hartazgo en un amplio segmento de la sociedad argentina, a punto tal que es posible identificar una fuerte demanda emergente de cambios en la dirección opuesta a la que la señora de Kirchner continúa impulsando. En el mencionado estudio, la inflación preocupa nada menos que al 94% de los argentinos, seguida por la incertidumbre sobre la situación económica, la inseguridad y la ausencia de propuestas realizables para lograr el crecimiento económico. También aparecen otros asuntos asociados a las políticas del FDT: los subsidios a los servicios públicos, los piquetes y la falta de una política de lucha contra el narcotráfico.

Que una de las figuras políticas más influyentes en la historia política contemporánea del país haya perdido la brújula respecto de los requerimientos sociales no representa una novedad: todos nuestros líderes vieron su estrella eclipsarse por ser incapaces de interpretar los cambios de intención de al menos un número de votantes tan significativo como para definir el resultado de una elección.

Cristina sabe que el peronismo, con una dosis de pragmatismo similar a la de ella, acordó integrar el FDT con el único objetivo de recuperar el poder. Pero sabe que no la quieren, solo la necesitaban. Poco importa que lo mismo piensen del “pejotismo” en el Instituto Patria. Desdoblar las elecciones es una forma de preparar el terreno para una etapa post-K, o con una Cristina con un papel mucho menos influyente. ¿Parapetada en el Senado, cual versión femenina de un Menem 2.0? A punto de cumplir sus jóvenes 70 años, mirando las dificultades que encuentra el propio Lula en su objetivo de volver al poder, todas las opciones lucen subóptimas.