jueves, abril 18

Espectáculo y olvidos en el show de Cristina

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Columna de opinión publicada originalmente en el diario La Nación

 

A seis meses de su regreso al poder, Cristina Kirchner se está exhibiendo como un elemento tóxico para el sistema democrático. Siempre que tuvo poder (y lo tuvo durante muchos años) se ocupó de cuestionar los cimientos mismos de la democracia. Su última aventura consiste en mostrarse como una santa dispuesta al martirio, que fue acosada por un gobierno no peronista, por medios periodísticos implacables, por periodistas crueles y por jueces acomodaticios. Su último altar está en Lomas de Zamora, en un juzgado cuyo titular, el juez Jorge Villena, que se paseó entre el camporismo y el macrismo en los últimos años, investiga una supuesta red de espionaje que tendría como víctimas a Cristina -cómo no-, a políticos oficialistas y opositores, y a periodistas. La contextura de los servicios de inteligencia argentinos (y, tal vez, los del mundo) es extraña. Es mejor que siga siendo extraña para la gente que detesta esos sótanos donde se disputan el poder grupos distintos, sin ideologías y sin banderas. Las ambiciones de esas pandillas enfrentadas terminan solo en el poder y el dinero.

No obstante, cualquier intervención de esos servicios en la vida pública argentina es ilegal. Debe ser investigada (preferentemente por jueces confiables e independientes), y los responsables de tales intervenciones deben ser sancionados. Dos leyes (la de defensa y la de seguridad nacional) le prohíben explícitamente al Gobierno hacer inteligencia interior; es decir, meter las narices en cualquier escenario, ámbito o persona de la vida pública interna. Pero no es la expresidenta la persona indicada para manifestarse como víctima de un supuesto sistema que ella usó como victimaria. Hasta el actual presidente, Alberto Fernández, denunció en su momento que sus teléfonos habían sido intervenidos por el gobierno de Cristina Kirchner.

Sucedió un año después de que renunciara a la Jefatura de Gabinete, en agosto de 2009. Él había acordado un encuentro con el entonces vicepresidente Julio Cobos, considerado un detestable traidor por el cristinismo, en su casa de Puerto Madero. A la misma hora de la reunión, todos los funcionarios del gobierno nacional que simpatizaban con Alberto o eran amigos de él fueron despedidos por el gobierno de Cristina. “Me pincharon el teléfono. Sabían de mi encuentro con Cobos”, contó Alberto públicamente en aquel momento. Unos de los periodistas que serían víctimas de los seguimientos que se investigan ahora en Lomas de Zamora, presuntamente perpetrados por el gobierno de Cambiemos, fue también perseguido por el cristinismo. Cuenta que una vez un funcionario de Cristina le hizo esta advertencia: “Cuidate. El Gobierno tiene fotos de tu casa y de tu familia”. El periodista preguntó: “¿Es un consejo o una amenaza?”. Respuesta: “Tomalo como quieras”. El funcionario se levantó y se fue.

En 2013, seis periodistas (Magdalena Ruiz Guiñazú, Nelson Castro, Pepe Eliaschev, Alfredo Leuco, Mariano Obarrio y quien esto escribe) denunciamos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos la existencia aquí de un sistema de “intimidación pública, de espionaje telefónico y de mails, y de una red de propaganda oficial para difamar a periodistas”. La CIDH conminó luego al gobierno a respetar la libertad y la integridad de los periodistas. En esos tiempos (y mucho antes también) había una complicidad permanente de los servicios de inteligencia, en manos de Jaime Stiuso, con medios cristinistas para calumniar a periodistas. Llegaron a cambiar las historias de sus vidas. Hubo escraches y era permanente la prepotencia callejera de fanáticos cristinistas contra periodistas independientes. Muchos dirigentes opositores también fueron espiados y escrachados por el cristinismo.

En el video que difundió el jueves pasado en un tuit, en el que se filma como una atormentada mujer que camina hacia el Gólgota, Cristina Kirchner culpó a los medios periodísticos de complicidad con los que supuestamente la persiguieron. Mostró también a cinco periodistas (Jorge Lanata, Alfredo Leuco, Daniel Santoro, Nicolás Wiñazki y Maximiliano Montenegro) como miembros de una asociación ilícita para perjudicarla. Tiene el derecho de aclarar o de refutar las informaciones sobre ella, pero no tiene derecho a descalificar ni a atribuirle a nadie delitos inexistentes. Su convicción de que todo lo que existe en el juzgado de Lomas de Zamora es cierto manifiesta su fe en los manipuladores agentes de los servicios de inteligencia. Y permite la inferencia de que, al menos, estaba en conocimiento previo de esa denuncia. Cualquier persona ajena a la denuncia y a la causa necesita un tiempo de reflexión y de averiguación para creer en una versión que viene del lado más oscuro de los servicios de inteligencia, en el que conviven espías y narcotraficantes. ¿Qué hará el Presidente ante tales regresiones? ¿Rectificará su mensaje inicial en el que prometió que terminaría con la categoría de periodismo enemigo?

La estrategia de desinformación del cristinismo consiste en confundir a los argentinos de a pie. Un ejemplo es lo que está haciendo con el fiscal general de la Capital, Juan Bautista Mahiques. Ana María Figueroa, una jueza de la Cámara de Casación Penal, simpatizante de la expresidenta, denunció primero que fue presionada hace cinco años por el gobierno de Macri. Tarde y mal. Debió hacer una denuncia penal en su momento en lugar de contar semejante hecho improcedente un lustro después mientras parloteaba en una radio. Cristina tomó la denuncia en el acto y aseguró que la jueza había hablado de Mahiques. Figueroa aclaró luego que no nombró a Mahiques (y, en rigor, no lo había nombrado).

Hace pocos días la jueza volvió con el asunto y dijo, esta vez sí, que Mahiques se reunió con ella para pedirle una determinada decisión sobre el acuerdo con Irán que firmó Cristina Kirchner, aunque precisó que no se sintió presionada. Mahiques jura y perjura que jamás se reunió con la jueza Figueroa. El tema en cuestión provoca otra confusión. La causa que Figueroa tenía era la constitucionalidad -o no- del tratado con Irán. La Cámara Federal lo había declarado inconstitucional y el gobierno de Macri decidió no apelar ante Casación. Lo único que debía hacer esta Cámara, que integra Figueroa, era notificarse de que no tenía que hacer nada. Tampoco Cristina estaba imputada por un presunto delito en esa causa. Se trataba de establecer la constitucionalidad de una decisión política. Solo eso. Ahora bien, ¿la obsesión de Cristina Kirchner es Juan Bautista Mahiques o su hermano, el fiscal Ignacio Mahiques, quien escribió, junto con su colega Gerardo Pollicita, el dictamen más serio, profundo y vasto que se haya escrito sobre el direccionamiento de la obra pública para beneficiar a Lázaro Báez? Seguramente es Ignacio, más que Juan Bautista, el centro de su odio ciego. La familia también debe pagar.

Con todo, es más grave una causa que existe desde hace dos años y que involucra a la propia Cristina en el seguimiento de personas, empresas y medios periodísticos, y que nunca avanzó en el despacho del juez Marcelo Martínez de Giorgi. Se trata de carpetas con informaciones de los servicios de inteligencia que otro juez, Claudio Bonadio, encontró casualmente en un allanamiento a la casa particular de la expresidenta. Hay hasta transcripciones de conversaciones telefónicas de personas a la que sus espías seguían, grabaciones de reuniones de empresas con bancos y el preciso seguimiento a medios periodísticos. Son carpetas encontradas por un juez en su casa, no versiones de fuentes tan cuestionables como pueden ser las de espías y narcos. ¿Todo eso que se halló en su casa se habrá hecho en el tiempo en que ella depositó los servicios de inteligencia en manos de un general en actividad, César Milani, que era a la vez jefe del Ejército? Fue la primera vez, y ojalá haya sido la última, que un jefe militar se hizo cargo de la inteligencia del Estado en democracia.

Nadie entre las víctimas de esos seguimientos montó un escándalo. Nadie tiene la teatralidad de Cristina Kirchner. Nadie puede competir con sus condiciones escénicas. Nadie sabe como ella que la política y el poder son también un espectáculo.