viernes, abril 19

La crisis está a la deriva

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Nota extraída deClarín por Eduardo Van Der Kooy

El Gobierno no acierta con las medidas financieras. El Presidente lucha contra una crisis de confianza. Que también alimentan sus palabras y sus conductas.

La crisis está a la deriva

Todavía es una enorme incógnita saber cómo la Argentina afrontará su profunda crisis estructural en medio de una pandemia desbocada. No se descubren pistas económicas. La política tampoco ayuda a la esperanza. El problema, en ese caso, no consiste sólo en la vigencia de la grieta. Hay dos coaliciones, el Frente de Todos y Cambiemos, que fomentan inestabilidad en el oficialismo y la oposición. Tampoco existen liderazgos capaces de conducir en esta emergencia a una mayoría de la sociedad.

Tal anomalía posee registros. Dos de las figuras primordiales de la política congregan más rechazo que aceptación. Se trata de una conclusión unánime. Para la consultora ARESCO, Cristina Fernández tiene un 46,5% de imagen negativa. Mauricio Macri llega al 45,9%. De acuerdo con Managment & Fit, la mujer trepa a 59,1% y el ingeniero al 48,8%. Poco para discutir.

En ese contexto tercia Alberto Fernández. El Presidente logra aún dividir sus simpatías, sin caer en un subsuelo. Pero está envuelto por un interrogante permanente. ¿Estará con el tiempo en condiciones de consolidar un liderazgo? ¿Podrá hacerlo con la sombra de la vicepresidenta? ¿Sobrellevará el fuego amigo que aflora en la coalición oficial cada vez que soslaya en sus decisiones el principismo ideológico?

Para entender el dilema presidencial se puede reparar en una mirada filosa que, al comenzar el gobierno kirchnerista, hizo el dirigente radical Jesús Rodríguez, integrante de la Auditoría General de la Nación. Sostuvo que desde 1983 el peronismo produjo dos mandatarios surgidos del consenso popular y otro par del sistema partidario. En el primer caso, mencionó a Carlos Menem y a Cristina (segundo mandato). En el segundo, a Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner. Empujados por el pejotismo.

Estaría claro que Alberto no encaja en ninguna categoría. Fue llevado al trono por la vicepresidenta. Ha sido además un hombre periférico del partido en un distrito, la Ciudad, donde el PJ no pisó fuerte casi nunca. Su único cargo electivo lo consiguió en el 2000 por la agrupación llamada Encuentro de la Ciudad, que lideró Domingo Cavallo.

Aquella radiografía presidencial explica las ambigüedades de su conducta. Quedaron reflejadas en la última semana en tres planos. Su participación en el foro empresario de IDEA, al cual el kirchnerismo le hizo siempre un boicot. La última visita correspondió como ministro de Economía a Roberto Lavagna. Sucedió en 2005, denunció la cartelización de la obra pública y terminó renunciando. Alberto debió compensar la condena en la ONU a la violación de los derechos humanos en Venezuela con el rechazo a una declaración crítica realizada por el Grupo de Lima. Por último, repuso en la agenda pública la necesidad de la reforma judicial que, luego de la aprobación del Senado, parece estar en vía muerta. La vicepresidenta está impaciente. Le exigió el gesto en el encuentro de empresarios.

En esa búsqueda del equilibrio constante, el Presidente lucha contra el obstáculo principal de la Argentina: la desconfianza. Existe una larguísima historia que excede los cuatro años del macrismo, libreto que Alberto se empeña en repetir. El mismo, al terminar el segundo mandato de Cristina, sostuvo que no hallaba un solo aspecto para rescatar de ese gobierno. Ni político, ni económico. Menos, institucional. El sistema de poder del cual aceptó formar parte, y la pandemia que profundizó la crisis, explican el gigantesco recelo interno y externo sobre nuestro país.

Esa impresión no se aplaca con sus explicaciones ni sus gestos. Su participación en el foro empresario, por ejemplo, dejó muchas incongruencias. Un día antes de su participación, volvió a hablar de los hombres de negocios como de supuestos “enemigos”. Formuló una invocación para que hagan inversiones. Incursionó en terreno cenagoso, sin necesidad, cuando descartó una devaluación y cualquier posibilidad que sean tocados los depósitos en dólares de los bancos. A falta de hoja de ruta recurrió a una alegoría (confundió a Joan Manuel Serrat con Mario Benedetti) para delinear un presunto porvenir venturoso: “Como hemos llegado al fondo del pozo, ahora solo nos queda por delante crecer”, aseguró. La historia posee ejemplos que lo desdicen.

Cuando las dictaduras asolaban América Latina en los 70, Venezuela era una isla democrática. Basada en un sobrio sistema de partidos y el auge internacional del precio del petróleo. No bien la región empezó a superar aquellas calamidades la nación caribeña se tentó con el golpe de Hugo Chávez. Luego legitimado en las urnas. Nunca abandonó la génesis militarista del régimen. Nicolás Maduro lo condujo hasta puntos demenciales. Hay otros mojones circunstanciales en la misma dirección. Con la devaluación del peso, por la disparada del dólar blue (128% de brecha con el oficial), nuestro país muestra hoy el salario mínimo más pobre de la región. Por debajo de Haití. Solo por encima de Venezuela. Todo dicho.

Los zigzagueos presidenciales, al cabo, no sirvieron ni para una cosa ni la otra. Los empresarios no modificaron su desconfianza. El kirchnerismo valoró de manera crítica e inútil su participación en el foro. Nadie pudo recoger una certeza. Tampoco Alberto ayuda cuando confunde con frecuencia su investidura con la de un simple comentarista.

Lo interrogaron en un reportaje acerca de si estaba conforme con las últimas medidas para fortalecer el ingreso de dólares. La baja de 3 puntos de retenciones a la soja por un trimestre. Dijo que esas medidas no habían dado el resultado que esperaba. Explicó por qué. Argumentos de un fracaso. ¿Cuestionamiento a los ministros Martín Guzmán o Matías Kulfas? ¿Un palo para Miguel Pesce, el titular del Banco Central? Pura confusión.

El Presidente exhibe menos comodidad todavía cuando recorre la política. No tiene otro remedio que kirchnerizar su mensaje. La discusión se viene planteando en un terreno ingrato para el oficialismo: la calle. Las protestas se volvieron recurrentes. Las interpretaciones suenan apresuradas. A veces, con beneficio exagerado para la oposición. ¿Las marchas son una representación de Cambiemos? A eso apunta el discurso del Gobierno. Aunque se trate de una sobrestimación. Se advierte un fenómeno extraño que la mayoría de radicales y macristas no se animan a interpretar. Porque la representación y la diversidad colectiva superan en mucho la capacidad de contención de la coalición opositora.

La encrucijada –o el fondo del pozo, como refiere Alberto—ofrece otro síntoma inquietante. No existe un diagnóstico aproximado de futuro. Ni de Alberto, de Cristina y Macri. Difícilmente pueda haberlo cuando los líderes acostumbran a interpretaciones amañadas del pasado. La vicepresidenta vive ocupada con la obsesión de modificar el Poder Judicial, borrar sus delitos y ejercer control sobre el periodismo. El Presidente habla, llamativamente, con escaso rigor y condensa las desgracias argentinas en los últimos cuatro años macristas. Desde Vaca Muerta, por caso, inventó cifras sobre la producción energética. De repente, desgranó en un reportaje la necesidad de tener en el país un “partido único” como supuesta garantía de progreso. Inquietante.

Macri formalizó su primer raid mediático. Se puso a la cabeza de las críticas contra la cuarentena. Tampoco parece haber hecho una exploración generosa sobre el difícil tiempo que le tocó gobernar. ¿Cree en serio que la crisis económica se desató en agosto del 2019 después de perder las PASO? La debacle macrista comenzó en el verano del 2018 cuando el Gobierno perdió el acceso a los mercados porque trasuntó que el gradualista gasto-ajuste era insuficiente para cumplir con los compromisos asumidos. Aquella pérdida de las internas fue el golpe de gracia. El ex presidente decidió también revisar el comportamiento político de Cambiemos. Con una valoración que sorprendió.

Asumió como un error haber delegado en su tiempo la acción política del gobierno en Rogelio Frigerio, el ex ministro del Interior, y Emilio Monzó, el titular de la Cámara de Diputados. Hizo de una virtud, un defecto. Aquellos dirigentes fueron clave en los dos primeros años macristas para lograr gobernabilidad. Algo que el propio Macri se encargó de subrayar cada vez que pudo. Alardeó sobre los consensos logrados por una administración que no disponía el manejo del Congreso.

¿Cambió su opinión de fondo? ¿O influyeron en el viraje los asuntos personales? Monzó, con voluntarismo, había pedido que Macri y Cristina se jubilaran para allanar la política. No cayó bien. En la oposición hay un intento por amalgamar a varios de sus dirigentes históricos en torno a Horacio Rodríguez Larreta. Figura María Eugenia Vidal. La ex gobernadora también mantiene un acercamiento con Monzó. El jefe de la Ciudad insiste que la unidad de Cambiemos no estaría en discusión.

Macri dijo que, en principio, no aspiraría a ser candidato el año que viene. Sería una facilidad, quizá, para el armado opositor. Al mismo tiempo un incordio para Alberto y Cristina. El Presidente está sofocado por sus limitaciones. También por una pandemia cuyos estragos sanitarios y sociales resultan incalculables. Cada día se le torna más difícil ganar tiempo porque los recursos se agotan. La proa enfila hacia el Fondo Monetario Internacional para renegociar la deuda. Y, tal vez, conseguir una ayuda adicional de fondos. Kristalina Georgieva, la titular del organismo, se muestra comprensiva y realista. Habla de la Argentina como un drama. Que es.