viernes, marzo 29

LA CRUZ DE CADA DÍA

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Cuaresma. Jueves después de Ceniza

LA CRUZ DE CADA DÍA

— No puede haber un Cristianismo verdadero sin Cruz. La Cruz del Señor es fuente de paz y de alegría.

— La Cruz en las cosas pequeñas de cada día.

— Ofrecer las contrariedades. Detalles pequeños de mortificación.

I. Ayer comenzó la Cuaresma y hoy nos recuerda el Evangelio de la Misa que para seguir a Cristo es preciso llevar la propia Cruz: También les decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame1.

El Señor se dirige a todos y habla de la Cruz de cada día. Estas palabras de Jesús conservan hoy su más pleno valor. Son palabras dichas a todos los hombres que quieren seguirle, pues no existe un Cristianismo sin Cruz, para cristianos flojos y blandos, sin sentido del sacrificio. Las palabras del Señor expresan una condición imprescindible: el que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo2. «Un Cristianismo del que se pretendiera arrancar la cruz de la mortificación voluntaria y la penitencia, so pretexto de que esas prácticas son residuos oscurantistas, medievalismos impropios de una época humanista, ese Cristianismo desvirtuado lo sería tan solo de nombre; ni conservaría la doctrina del Evangelio ni serviría para encaminar en pos de Cristo los pasos de los hombres»3. Sería un Cristianismo sin Redención, sin Salvación.

Uno de los síntomas más claros de que la tibieza ha entrado en un alma es precisamente el abandono de la Cruz, de la pequeña mortificación, de todo aquello que de alguna manera suponga sacrificio y abnegación.

Por otra parte, huir de la Cruz es alejarse de la santidad y de la alegría; porque uno de los frutos del alma mortificada es precisamente la capacidad de relacionarse con Dios y con los demás, y también una profunda paz en medio de la tribulación y de dificultades externas. La persona que abandona la mortificación queda atrapada por los sentidos y se hace incapaz de un pensamiento sobrenatural.

Sin espíritu de sacrificio y de mortificación no hay progreso en la vida interior. Dice San Juan de la Cruz que si hay pocos que llegan a un alto estado de unión con Dios se debe a que muchos no quieren sujetarse «a mayor desconsuelo y mortificación»4. Y escribe el mismo santo: «Y jamás, si quiere llegar a poseer a Cristo, le busque sin la cruz»5.

No olvidemos, pues, que la mortificación está muy relacionada con la alegría, y que cuando el corazón se purifica se torna más humilde para tratar a Dios y a los demás. «Esta es la gran paradoja que lleva consigo la mortificación cristiana. Aparentemente, el aceptar y, más, el buscar el sufrimiento parece que debiera hacer de los buenos cristianos, en la práctica, los seres más tristes, los hombres que “peor lo pasan”.

»La realidad es bien distinta. La mortificación solo produce tristeza cuando sobra egoísmo y falta generosidad y amor de Dios. El sacrificio lleva siempre consigo la alegría en medio del dolor, el gozo de cumplir la voluntad de Dios, de amarle con esfuerzo. Los buenos cristianos viven quasi tristes, semper autem gaudentes (2 Cor 6, 10): como si estuvieran tristes, pero en realidad siempre alegres»6.

II. «La Cruz cada día. Nulla dies sine cruce!, ningún día sin Cruz: ninguna jornada, en la que no carguemos con la cruz del Señor, en la que no aceptemos su yugo (…).

»El camino de nuestra santificación personal pasa, cotidianamente, por la Cruz: no es desgraciado ese camino, porque Dios mismo nos ayuda y con Él no cabe la tristeza. In laetitia, nulla die sine cruce!, me gusta repetir; con el alma traspasada de alegría, ningún día sin Cruz»7.

La Cruz del Señor, con la que hemos de cargar cada día, no es ciertamente la que produce nuestros egoísmos, envidias, pereza, etcétera, no son los conflictos que producen nuestro hombre viejo y nuestro amar desordenado. Esto no es del Señor, no santifica.

En alguna ocasión, encontraremos la Cruz en una gran dificultad, en una enfermedad grave y dolorosa, en un desastre económico, en la muerte de un ser querido: «(…) no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios.

»Es la hora de amar la mortificación pasiva, que viene –oculta o descarada e insolente– cuando no la esperamos»8. El Señor nos dará las fuerzas necesarias para llevar con garbo esa Cruz y nos llenará de gracias y frutos inimaginables. Comprendemos que Dios bendice de muchas maneras, y frecuentemente, a sus amigos, haciéndonos partícipes de su Cruz y corredentores con Él.

Sin embargo, lo normal será que encontremos la Cruz de cada día en pequeñas contrariedades que se atraviesan en el trabajo, en la convivencia: puede ser un imprevisto con el que no contábamos, el carácter difícil de una persona con la que necesariamente hemos de convivir, planes que debemos cambiar a última hora, instrumentos de trabajo que se estropean cuando más necesarios eran, molestias producidas por el frío o el calor o el ruido, incomprensiones, una leve enfermedad que nos disminuye la capacidad de trabajo en ese día…

Hemos de recibir estas contrariedades diarias con ánimo grande, ofreciéndolas al Señor con espíritu de reparación: sin quejarnos, pues esa queja frecuentemente señala el rechazo de la Cruz. Estas mortificaciones, que llegan sin esperarlas, pueden ayudarnos, si las recibimos bien, a crecer en el espíritu de penitencia que tanto necesitamos, y a mejorar en la virtud de la paciencia, en caridad, en comprensión: es decir, en santidad. Si las recibiéramos con mal espíritu podrían sernos motivo de rebeldía, de impaciencia o de desaliento. Muchos cristianos han perdido la alegría al final de la jornada, no por grandes contrariedades, sino por no haber sabido santificar el cansancio propio del trabajo, ni las pequeñas dificultades que han ido surgiendo durante el día. La Cruz –pequeña o grande– aceptada, produce paz y gozo en medio del dolor y está cargada de méritos para la vida eterna; cuando no se acepta la Cruz, el alma queda desilusionada o con una íntima rebeldía, que sale enseguida al exterior en forma de tristeza y de mal humor. «Cargar con la Cruz es algo grande, grande… Quiere decir afrontar la vida con coraje, sin blanduras ni vilezas; quiere decir transformar en energía moral las dificultades que nunca faltarán en nuestra existencia; quiere decir comprender el dolor humano, y, por último, saber amar verdaderamente»9. El cristiano que va por la vida rehuyendo sistemáticamente el sacrificio no encontrará a Dios, no encontrará la felicidad. Rehúye también la propia santidad.

III. Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo… Además de aceptar la Cruz que sale a nuestro encuentro, muchas veces sin esperarla, debemos buscar otras pequeñas mortificaciones para mantener vivo el espíritu de penitencia que nos pide el Señor. Para progresar en la vida interior será de gran ayuda tener varias mortificaciones pequeñas fijas, previstas de antemano, para hacerlas cada día.

Estas mortificaciones buscadas por amor a Dios serán valiosísimas para vencer la pereza, el egoísmo que aflora en todo instante, la soberbia, etc. Unas nos facilitarán el trabajo, teniendo en cuenta los detalles, la puntualidad, el orden, la intensidad, el cuidado de los instrumentos que utilizamos; otras estarán orientadas a vivir mejor la caridad, en particular con las personas con quienes convivimos y trabajamos: saber sonreír aunque nos cueste, tener detalles de aprecio hacia los demás, facilitarles su trabajo, atenderlos amablemente, servirles en las pequeñas cosas de la vida corriente, y jamás volcar sobre ellos, si lo tuviéramos, nuestro malhumor; otras mortificaciones están orientadas a vencer la comodidad, a guardar los sentidos internos y externos, a vencer la curiosidad; mortificaciones concretas en la comida, en el cuidado del arreglo personal, etcétera. No es preciso que sean cosas muy grandes, sino que se adquiera el hábito de hacerlas con constancia y por amor a Dios.

Como la tendencia general de la naturaleza humana es la de rehuir lo que suponga esfuerzo, debemos puntualizar mucho en esta materia, para no quedarnos solo en los buenos deseos. Por eso en ocasiones será muy útil incluso apuntarlas, para repasarlas en el examen o en otros momentos del día y no dejar que se olviden. Recordemos también que las mortificaciones más gratas al Señor son aquellas que hacen referencia a la caridad, al apostolado y al cumplimiento más fiel de nuestro deber.

Digámosle a Jesús, al acabar nuestro diálogo con Él, que estamos dispuestos a seguirle, cargando con la Cruz, hoy y todos los días.

1 Lc 9, 23. — 2 Lc 14, 27. — 3 J. Orlandis, Ocho bienaventuranzas, Pamplona 1982, p. 72. — 4 San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, II, 7. — 5 ídem, Carta al P. Juan de Santa Ana, 23. — 6 R. M. de Balbín, Sacrificio y alegría, Rialp. 2ª ed., Madrid 1975, p. 123. — 7 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 176. — 8 ídem, Amigos de Dios, 301. — 9 Pablo VI, Alocución 24-III-1967.