domingo, septiembre 29

La inteligencia artificial como becerro de oro

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Cecil B. DeMille dirigió 2 veces Los Diez Mandamientos, una en 1923 y otra en 1956. La versión primigenia -muda- es un relato enteramente moral dividido en dos partes: un prólogo con la historia bíblica y luego una fábula sobre los mandamientos y su desobediencia, pero ambientada en el mundo moderno en que se filmó. Quizás las décadas de repetición en temporada de Pascua en la televisión argentina hayan hecho que la versión más recordada por nosotros sea la de 1956, protagonizada por Charlton Heston y Yul Brynner. Esta remake épica se centra exclusivamente en el relato del Éxodo, con toda la grandilocuencia que podía ofrecer el celuloide de la época.

En ambas películas -ya pasadas todas las peripecias para liberar a los judíos de Egipto- Moisés sube a la montaña del Sinaí para recibir los mandamientos. Al bajar con la nueva ley escrita descubre a su pueblo en una escena orgiástica venerando a un falso dios en forma de becerro de oro. Esa fiesta en la versión de 1923 es más explícita en lo sensual, mientras que en la de 1956 es ya más recatada. En ambas -con gran dramatismo- Moisés furioso destruye las tablas originales y el ídolo. En el texto bíblico las subidas y bajadas de la montaña hechas por Moisés trajeron los mandamientos y también la letra chica del contrato de la alianza. En estas reglas éticas se estipulaba desde normas de adoración hasta justicia y agricultura. Se estableció así una regulación de actividades humanas en las que pueden presentarse conflictos en la dimensión social. DeMille por obvias razones no tuvo tiempo de entrar en estos detalles.

Ahora, como en la versión de la película de 1923, cortemos la escena imaginaria de la historia cultural y aterricemos en el mundo actual en plena revolución informática. En particular auge está hoy una subdisciplina llamada “inteligencia artificial”. No es algo nuevo, es algo en lo que se trabaja con resultados dispares pero sin pausa desde hace 80 años aproximadamente. Desde hace un tiempo y dentro de esa subdisciplina se han desarrollado los llamados grandes modelos de lenguaje, de los cuales ChatGPT (Microsoft) es la estrella del momento, pero los demás gigantes de la informática -por ejemplo Google y Meta (Facebook)- están trabajando febrilmente en sus propias versiones.

Para desmitificar sintéticamente, los grandes modelos de lenguaje funcionan simulando redes de modelos sencillos de neuronas en potentes computadoras y entrenadas con enormes bases de datos de texto humano previo. Al responder una pregunta apelan a un modelo probabilístico que va completando su respuesta de forma estructurada y entendible. Desde luego, los detalles técnicos son abrumadores en la práctica, a punto tal que para los mismos desarrolladores a veces se les hace difícil explicar ciertas respuestas de su propio sistema.

Si todo ha sido en cámara lenta y en nuestras narices, ¿por qué tantos titulares hoy? Porque mientras se trató de un ejercicio más bien académico no había urgencia en los diarios ni en la sociedad, aunque cada nuevo paper presentara logros incrementales respecto a los anteriores. Mientras las respuestas de estos sistemas fueran toscas no había problema, pero sucedió que en un momento reciente comenzaron a producirse cosas con sentido, entendibles y comparables con algunas producciones humanas. Pareciera falsamente que de golpe las máquinas comenzaron a crear textos, imágenes o piezas musicales a pedido.

La informática siempre fue una industria. La misma ha financiado, financia y/o estimula en mayor o en menor grado estos desarrollos académicos que hoy toma para sí. El frenesí actual se debe entonces a la implementación a escala industrial de estas nuevas técnicas. Así como nos promocionó en el pasado términos como la nube, blockchain, big data o metaverso hoy la moda es la inteligencia artificial. Todas las anteriores novedades se han vuelto parte del paisaje y es posible que también pase algo por el estilo en este caso, pero es innegable que muchos nichos laborales se están viendo afectados por esta innovación.

Así -como en las películas de DeMille- mientras en el monte de la academia se hace una cosa, en su base la industria conduce una orgía desenfrenada y la inteligencia artificial es el becerro de oro de turno en su calidad del tema nuevo y llamativo del momento. Mientras tanto, emergen los problemas éticos por todas partes: desde el armado a la aplicación de estos sistemas. En la muchedumbre que se arremolina alrededor del ídolo dorado hay desenfrenados entusiastas naturales y algunos conversos fanatizados; otros prefieren ser ajenos.

Las empresas de la industria, por su parte, en vez de reforzar su compromiso por buenas prácticas de desarrollo y aplicación en general, optan por desmantelar sus equipos especializados en ética. Por un lado piden bajar la velocidad del desarrollo pero en realidad todos aceleran a fondo; algunos por interés, otros por pánico. En este frenesí la ética es la primera víctima sacrificada en el altar: se reemplaza gente indiscriminadamente por estos sistemas que además son entrenados tomando material en condiciones más que cuestionables.

Son una minoría los que hoy paran a contemplar la escena y concluyen que nunca vendrá un Moisés a ordenar las cosas porque en primer lugar no existe tal superser dictando arbitrariamente normas para agradarle. Por lo tanto, el código de conducta deberá salir de un debate entre todos los que están en el festival al pie del Sinaí. Para complicar más las cosas, la técnica en sí no es ni buena ni mala, el problema es el de siempre: qué hacemos con ella y cómo la aplicamos. Los gobiernos -que entienden aún menos el fenómeno- no pueden aún plantear contornos, menos aún a la velocidad de los desarrollos. Preparémonos para ver una primera generación de leyes, algunas inútiles, otras toscas, y otras francamente ridículas.

La inteligencia artificial puede ser nuestro camino a un mejor mañana pero para ello tendremos que hacer nuestras propias guías de conducta para esta herramienta y su uso. Deberemos estudiar cómo afecta a los cuatro grandes subsistemas que conforman la sociedad: la biología, la economía, la política y la cultura. Y estar atentos a sus propiedades emergentes a la vez que deberemos propiciar su desarrollo de manera que no sea dañino. Sólo teniendo lo anterior en cuenta podremos vincularnos de manera saludable a este fenómeno que además es dinámico.

En síntesis: nos toca a nosotros trabajar duro para sacarle provecho verdadero. Quizás sea una tarea tan grande y espectacular como separar las aguas del Mar Rojo, pero podemos hacerla nosotros mismos y valdrá la pena.

Farmacéutica, Biotecnóloga. Investigadora de Conicet

Físico. Profesor Adjunto en la Facultad de Ingeniería, UNLP. Investigador de Conicet