viernes, abril 19

Los diversos y cuantiosos negocios de la guerra

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Nota extraída de La Nación por Sergio Berensztein

La invasión a Ucrania parece haber redefinido las prioridades, con daños y beneficios colaterales; en el entramado político y comercial de esta nueva situación, Venezuela puede ser una de las grandes favorecidas

Los negocios de la guerra
Los negocios de la guerraAlfredo Sábat

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Nos espantamos con las imágenes de un país devastado y la consecuente ola de refugiados desesperados por huir del horror de otra guerra absurda. Nos conmovemos con la nena que canta la canción de Frozen en ucraniano. Nos emocionamos con ese pueblo que resiste como puede para defender una soberanía y un territorio que siente más propios que nunca. Confesémoslo: nos encantaría tener un Zelenski, con esa inusual mezcla de coraje, empatía y sentido común. Más allá de estos elementos emocionales, no podemos perder de vista la otra cruel pero inevitable dimensión que trae la guerra: negocios diversos y cuantiosos.

Es imposible ignorar el histórico discurso de despedida de Dwight Eisenhower, héroe de la Segunda Guerra Mundial, en enero de 1961, cuando advirtió sobre la influencia del “complejo militar industrial”. La vemos hoy en el comportamiento de las acciones de las empresas de defensa tanto de Europa como de Estados Unidos en el contexto de la invasión a Ucrania, que subieron significativamente ante la perspectiva de un aumento del gasto militar. Si bien la OTAN decidió no involucrarse ante el riesgo de una guerra nuclear, EE.UU. y sus aliados están enviando armas, como los misiles antitanque Javelin, fabricados de manera conjunta por Raytheon Technologies (que además fabrica los misiles antiaéreos Stinger que se suministran a Ucrania) y Lockheed Martin, cuya cotización alcanzó el martes pasado su máximo histórico. La demanda podría incluir armamento de gama alta: durante el último fin de semana, Alemania señaló interés en los aviones de combate F-35 fabricados por Lockheed. Los valores bursátiles de las europeas crecieron incluso más que los de sus pares estadounidenses, como ocurrió con BAE Systems, tal vez la más importante del Viejo Continente, que se elevaron un 25% desde el 24 de febrero, impulsados por la decisión de Alemania de duplicar su presupuesto militar y las nuevas líneas de financiación de la UE, comprometida a coordinar una estrategia de defensa común ante la amenaza rusa.

Por razones históricas y geopolíticas, uno de los países más sensibles es Polonia, que tiene un acuerdo aprobado por el Departamento de Estado el 18 de febrero pasado para comprar 250 vehículos de combate Abrams fabricados por una unidad de General Dynamics a US$6000 millones, que recién se entregarán el próximo año. Recordemos la fallida Operación Polonia, que consistía en la entrega de aviones de combate cazas MiG-29 a EE.UU. para que desde allí fuesen reexportados hacia Ucrania. El gobierno de Polonia llegó a anunciar que estaban “dispuestos a desplegar de forma inmediata y gratuita toda su flota a la Base Aérea de Ramstein y ponerla a disposición del gobierno de EE.UU. Washington rechazó con sorpresa esa propuesta sobre la que “no había sido consultado”. Se trata de un vínculo particularmente estrecho desde el colapso de la URSS.

El entramado de negocios de la guerra abarca por supuesto la cuestión energética. En este caso, no se trata únicamente del impacto en los precios de corto plazo o de potenciales problemas de abastecimiento en lo inmediato, sino de la reconfiguración de un mercado hasta hace poco volcado hacia las energías renovables, particularmente el hidrógeno verde. Esta guerra parece haber redefinido las prioridades, con daños (y beneficios) colaterales. Venezuela puede ser una de las grandes beneficiadas: protegida hasta ahora por Putin, parece dispuesta a moderar su retórica antiimperialista frente a la necesidad de EE.UU. de conseguir nuevos proveedores por las sanciones impuestas a Moscú. La necesidad tiene cara de hereje. Y obliga a un gobierno demócrata a entrar en contradicciones en términos de su compromiso con la democracia y la defensa de los derechos humanos.

La transición energética implicaba para Rusia, cuya economía depende de la exportación de hidrocarburos, una amenaza singular. Esto explica la ausencia de Putin de la conferencia sobre cambio climático COP26 realizada en Glasgow el año pasado y el timing de esta invasión: el reloj es el principal enemigo de Rusia. En el corto plazo, por los evidentes costos reputacionales de haberse convertido en un país agresor más las sanciones económicas sin precedentes que países y empresas le están imponiendo. En el mediano, por su responsabilidad ante los crímenes de lesa humanidad ya denunciados en los tribunales internacionales. ¿Podrá desplazarse con tranquilidad por el mundo como lo hacía antes, aun cuando los aviones rusos puedan volver a volar hacia Occidente? Y en el largo plazo, y tal vez este sea el punto más importante en términos estratégicos, porque puede ser uno de los países más afectados cuando la matriz energética esté basada en fuente renovables con menor impacto ambiental.

A 40 años de Malvinas, debemos considerar el impacto político doméstico que pueden tener esta clase de episodios, en particular en términos electorales. En junio de 1864, Abraham Lincoln aseguró que su eventual reelección dependía no tanto de sus propias capacidades, sino del hecho de que sus compañeros republicanos no querían correr el riesgo de nominar a un candidato diferente durante la Guerra Civil. “Es mejor no cambiar de caballo en medio del río”, escribió. No es el único caso: James Madison había alcanzado su segundo mandato durante la guerra de 1812; Franklin D. Roosevelt en 1944, cerca del final de la Segunda Guerra Mundial, y tanto Lyndon B. Johnson (1964) como Richard Nixon (1972) mientras se extendía el conflicto de Vietnam. Lo mismo ocurrió con George W. Bush en 2004 mientras transitaba enfrentamientos en Irak y Afganistán.

Algunos funcionarios de Trump intentaron capitalizar este fenómeno: ningún presidente estadounidense, ni aun los impopulares, perdió una reelección en tiempos de guerra. Tanto su consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, como su secretario de Estado, Mike Pompeo, buscaron poner a Irán (con quien Obama había llegado a un acuerdo para limitar su desarrollo nuclear que se renegocia en estos días) en el centro de la escena. Bolton, convertido en uno de los más ácidos críticos del propio Trump, habló de armas de destrucción masiva, de una “toma jihadista” de Europa y de células dormidas dentro de EE.UU. Vale la pena recordar la película Cortina de humo (Wag the Dog), de 1997, en la que se generaba una guerra lejana para ocultar los escándalos del presidente de turno.

La invasión de Rusia a Ucrania, de acuerdo con muchos sondeos recientes, parece haber permitido una leve recuperación a Joe Biden, que venía sufriendo un fuerte desgaste en los primeros catorce meses de gestión y enfrentaba un panorama complejo de cara a las elecciones de mitad de mandato del próximo 8 de noviembre. La guerra apuró el “fin de la pandemia”, cuyo ineficaz manejo venía haciendo estragos en un presidente que había basado su campaña electoral en las críticas a su predecesor en ese tema. Y permite también disimular la preocupante dinámica inflacionaria, producida por los esfuerzos monetarios y fiscales para responder a la crisis financiera de 2008 y a la disrupción de las cadenas de abastecimiento derivadas del Covid-19, en los inevitables aumentos en los costos de la energía y los alimentos (Ucrania es el “granero de Europa”). En la medida en que no se involucre directamente, por ejemplo, para enviar tropas, para Biden (o para Boris Johnson en el Reino Unido) esta guerra espantosa puede representar un buen negocio político.Sergio Berensztein