viernes, marzo 29

No resignarse a la mala praxis, la improvisación y la mediocridad

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Nota extraída de La Nación por Sergio Berensztein

Cuenta la leyenda que durante la convención constituyente de 1988, el legendario Antonio Delfim Netto, ministro de Finanzas y responsable del “milagro brasileño” de finales de los años 60, escuchaba atento el encendido discurso de un político comunista, pletórico de afirmaciones rimbombantes y cargadas adjetivaciones. En su rostro se dibujó una leve sonrisa irónica que motivó que un colega, en una mezcla de sorpresa y cuestionamiento, lo increpara: “Pero Delfim… ¿Por qué perder tiempo escuchando a este charlatán?”. Su respuesta, sabia y contundente, remite a viejas discusiones de la filosofía y la psicología, y puede ayudar a explicar las actitudes, las narrativas y hasta algunas de las decisiones de buena parte de los líderes contemporáneos (no solo los argentinos): “Nunca dejo de sorprenderme del coraje que brinda la ignorancia”.

Desde la “alegoría de las cavernas”, las opiniones y las acciones de las personas en general y de los líderes en particular (cuyas decisiones tienen consecuencias agregadas significativas y perdurables) son una de las cuestiones que más polémicas han generado, ya que involucran aspectos religiosos, morales, ideológicos y culturales. En las últimas décadas predominó en las ciencias sociales la “teoría de la acción racional”, que suponía que las decisiones de los actores respondían a un cálculo basado en la maximización de utilidades o en la satisfacción de intereses individuales, ya sea económicos, de poder o ambos. La evidencia empírica flexibilizó ese reduccionismo con conceptos como el de “racionalidad limitada”. Más recientemente se demostró que muchas decisiones responden a pulsiones no del todo conscientes, en las que se entremezclan prejuicios, ideas, valores o principios adquiridos y transmitidos culturalmente por generaciones, información incompleta y, para qué negarlo, también meros caprichos.

En el campo de la psicología de los liderazgos se puso de moda la teoría de los “sesgos cognitivos”: el efecto psicológico que produce una desviación en el procesamiento mental respecto de lo percibido, lo que lleva a una distorsión, una interpretación ilógica o un juicio inexacto. Los sesgos más comunes son el retrospectivo (ver eventos pasados como previsibles); el de correspondencia o error de atribución (enfatizar la importancia de los comportamientos o experiencias de otras personas); el de confirmación (seleccionar información que confirma preconcepciones); el de falso consenso (pensar que las propias opiniones y creencias son compartidas por el resto o mayoría de un grupo o sociedad), y el de memoria (recordar el pasado de forma edulcorada o seleccionando elementos que alimentan nuestro argumento). Por ejemplo, cuando escuchamos frases que se inician con la expresión “la gente necesita” o “los argentinos estamos” seguramente nos encontramos frente a un falso consenso, mientras que afirmaciones como “estamos condenados al éxito” o “vemos brotes verdes” son resultado de los de confirmación.

Para acotar el impacto negativo de estos sesgos, a lo largo de la civilización desarrollamos mecanismos de forma tal que las decisiones claves queden en manos de gente mínimamente especializada. ¿Cómo sabemos que realmente estas personas son conocedoras de un tema en particular? Los resultados de sus acciones y la reputación que adquieren a lo largo del tiempo, así como los lugares donde trabajaron y estudiaron son algunos parámetros comúnmente aceptados. Es cierto que la inflación es también un fenómeno que afecta a los currículums, pero aun con las previsibles exageraciones, nos brindan alguna pauta de quién es la persona que tenemos enfrente. Asimismo, Malcolm Caldwell demuestra en Outliers. The Story of Success que son necesarias por lo menos diez mil horas de dedicación para destacarse en serio en una actividad determinada. Al margen del talento innato que uno pueda tener, sin sacrificio y disciplina es imposible descollar en algún oficio o ámbito profesional.

El problema de los líderes políticos es que, cuando llegan a lugares de decisión relevantes acumulan mucho más de diez mil horas invertidas en sobrevivir políticamente (la famosa “rosca”), pero, en contraposición, en líneas generales no tuvieron tiempo, incentivos ni muchas veces interés en estudiar la mayoría de los temas acerca de las cuales deben decidir. Más, lo primero puede incluso entrar en conflicto con lo segundo: si no sobreviven, de poco les valdrá todo lo que pudieran haber aprendido. “Los políticos que focalizan demasiado en el largo plazo son los primeros que escriben sus memorias… se quedan rápidamente sin trabajo, que es lo mismo que decir sin poder”, me enseñó un profesor polaco. Algunos proponen rodear al político de buenos “asesores” y “equipos técnicos” que lo ayuden a tomar las decisiones correctas. Pero como quedó de manifiesto en infinidad de oportunidades, los “paradigmas tecnocráticos” también suelen fracasar de manera sistemática. La combinación y la interfase entre política y conocimiento técnico nunca es sencilla. Incluso, a menudo, a muchos “técnicos” les pica el bichito de la política y todo se tergiversa hasta niveles extremos.

¿Cómo hacen las democracias modernas para superar estas disyuntivas? En la práctica todo resulta más complejo, pero la teoría democrática moderna ofrece al menos un camino, tal vez demasiado largo e intrincado, para intentar responder –o idealmente solucionar– estos desafíos: en un marco de pluralismo y estabilidad institucional, el voto, los partidos políticos, la elaboración participada de normas, el debate público sobre los temas de agenda y otras formas de participación permiten obtener suficiente información sobre lo que los diferentes actores políticos y sociales opinan sobre un tópico determinado. De esta manera, es posible ordenar las demandas de la ciudadanía, priorizarlas, comprender el conjunto de visiones e intereses que existen en torno de ciertos temas en particular, enriquecer y a la vez matizar las visiones y la comprensión que los líderes van desarrollando y, finalmente, elaborar programas de gobierno que expresen y den cuenta de ese mapa contingente de preferencias. El resultado probablemente nunca sea óptimo, pero puede corregirse con el transcurso del tiempo. ¿Evidencia de que se alcanzó un consenso favorable, de que la decisión es la “correcta”? Antes de comprobar cómo funciona, todos los integrantes del proceso deliberativo necesitan estar igualmente disconformes.

¿Qué ocurre en contextos de crisis, cuando “no hay tiempo” ni posibilidades materiales para transitar por todo ese mecanismo? Los estudios sobre “grandes decisiones” y “manejo de crisis” ayudan a entender la dinámica de esos procesos. En estos escenarios surge la máxima que indica que “las personas hacen la diferencia”: lo hacen a través de la templanza, la capacidad para absorber y procesar información cuantiosa y a menudo compleja, la inteligencia emocional para evitar reacciones intempestivas o, simplemente, la habilidad para no sentirse abrumadas frente a la realidad. Aunque parezca mentira, y algunos se crean o vivan como monarcas, se trata de seres humanos con miedos, pasiones, obsesiones e intereses. ¿Cómo disminuir la posibilidad de que se equivoquen, digan macanas, se comporten infantilmente y nos hagan quedar mal como sociedad? El desarrollo de las instituciones permitió acotar ese daño, con diseños que obligan a involucrar a otros actores (del Poder Legislativo o de entes autónomos profesionalmente prestigiosos y respetados, por citar apenas dos casos), así como mediante regímenes y tratados internacionales que limitan el margen de acción de un líder en particular. También están los aspectos informales que pueden resultar cruciales, como redes de relaciones o afinidades que permitan dispositivos de influencia en circunstancias clave.

Lo importante es no resignarse al imperio de la mala praxis, la improvisación y la mediocridad. Exigir estándares más elevados, preparación y responsabilidad por parte de nuestros líderes. Esto no implica favorecer un modelo democrático “elitista”, sino dotar a las instituciones públicas del talento necesario para intentar revertir esta larga agonía en la que el país se encuentra inserto.