viernes, marzo 29

Qué le pasa a Alberto Fernández

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Nota extraída de La Nación por Joaquín Morales Solá

Muchos amigos que tenía se fueron. Políticos que trabajaron con él toman distancia. Algunos funcionarios que llevó al Gobierno están incómodos, sobre todo porque no saben cuándo Cristina Kirchner, gerenta de Recursos Humanos del kirchnerismo, activará el despido. Alberto Fernández se ha convertido en un hombre desconocido para quienes lo frecuentaron. La vicepresidenta le intervino el Ministerio de Economía después de haber hecho lo mismo con los ministerios de Justicia y de Vivienda. “No es el hombre de carácter que yo conocí”, dice un político amigo suyo que ahora cumple funciones en el exterior. ¿Lo conoció realmente? “Creo que mi relación fue con un actor que cumplió distintos papeles en su vida: el kirchnerista, el disidente y ahora el cristinista”, apunta un político que estuvo a su lado en buenos y en malos momentos. “Pudo elegir entre la dignidad y el poder, y decidió entregar la dignidad y el poder”, resumió ese viejo conocido del Presidente.

Federico Basualdo sigue siendo subsecretario de Energía Eléctrica. Alberto Fernández, el jefe de Gabinete y el ministro de Economía habían decidido que debía irse del Gobierno. Cristina Kirchner vetó la decisión. Ni siquiera fue ella la que avisó. Bastó un documento de La Cámpora para que toda la estructura administrativa y el organigrama del Poder Ejecutivo se vinieran abajo. También colapsó la capacidad de Martín Guzmán para elegir una política económica y, fundamentalmente, un plan fiscal. Basualdo había objetado la política del ministro sobre el precio de las tarifas de servicios públicos. Guzmán aspiraba a mayores aumentos segmentados (no subsidiar a los que tienen recursos) para bajar el déficit, que se explica en gran medida por la enormidad de los subsidios al consumo de los servicios públicos. Aspiración frustrada. El ministro se ocupó hasta de contar en público esa batalla que perdió. Guzmán podrá ser discípulo de Joseph Stiglitz, pero no es un indocumentado cuando se mete en la economía.

La rabieta con los organismos internacionales no es política ni ideológica ni necesaria; es un plan electoral

Basualdo, un subsecretario de segunda categoría, les ganó la batalla al ministro y al Presidente. No es Guzmán el culpable de la capitulación; es Alberto Fernández el que decidió que Cristina tenga la última palabra en materia económica. Es la misma lideresa que terminó su segundo mandato, en 2015, con el país sin stocks. No quedaba nada: ni ganadería, ni energía eléctrica, ni petróleo, ni gas, ni reserva de dólares. Ella sigue creyendo que esa es una buena política económica. Ahora ha vuelto a gobernar la economía. El país sabe lo que le espera.

El Presidente está de gira por Europa para buscar ayuda en sus negociaciones con el Fondo Monetario y con el Club de París. Otra vez Cristina le cambió la melodía antes de que empezara la fiesta. El bloque de senadores cristinistas firmó una declaración postulando que un reparto extraordinario de dólares del Fondo a sus países miembros por la crisis de la pandemia (derechos especiales de giro) no se usen para pagarle a ese organismo los vencimientos de este año. Cristina sabe lo que hacen sus cortesanos. Promueven que los dólares extras se usen en la economía local. No entienden nada. Ese dinero del Fondo no son dólares cash que el organismo entrega para su uso discrecional. Es una acreditación contable que se puede utilizar para pagarle al Fondo o para que figure como reservas del Banco Central. No se puede usar para otra cosa. ¿Para qué está reclamando ayuda el Presidente? El país vive las vísperas de un default con el Club de París, que pide un acuerdo previo con el Fondo, y podría caer en default también con el Fondo en septiembre próximo. La rabieta con los organismos internacionales no es política ni ideológica ni necesaria; es un plan electoral. Cristina cree que las elecciones se ganan declarándoles la guerra a los organismos multilaterales, al neoliberalismo que supuestamente expresan. ¿El Presidente suscribe ahora semejantes disparates? ¿Eso les dirá a los europeos? ¿Les pedirá que confíen en Cristina en un mundo donde todos se conocen?

El presidente Alberto Fernández
El presidente Alberto FernándezTomás Cuesta

La palabra presidencial oscila, vacía, siempre. “La vacuna Sputnik es la mejor”, suele decir el Presidente. ¿Quién lo dice? ¿Cuántos científicos –y quiénes– avalan esa afirmación? Silencio. Nadie sabe quién le lleva esa clase de información al Presidente. Lo cierto es que el país está con déficit de vacunas y carece absolutamente de las que tienen más prestigio en el mundo. ¿Sabe el Presidente que su entonces ministro de Salud, Ginés González García, empezó pidiéndole a Pfizer la inmediata transferencia de tecnología, que es lo mismo que obligar a la empresa a tener socios locales? Los laboratorios son los amigos de siempre del exministro. Funcionarios que trabajaron con González García conocen los detalles de esa negociación. ¿Sabe Alberto Fernández que Pfizer no tenía en ese momento ni siquiera terminada su tecnología? ¿Sabe que González García tuvo un ataque de furia cuando se enteró por la prensa de que Pfizer se había reunido con el Presidente en Olivos? ¿Sabe que desde entonces las puertas argentinas se entornaron para la vacuna de Pfizer? Sin embargo, fue el propio Presidente el que difundió mediante un tuit la foto de su reunión con el gerente local de Pfizer, Nicolás Vaquer, y el médico Fernando Polack, director de la Fundación Infant, que se encargó de los ensayos de la vacuna de ese laboratorio en la Argentina. La transferencia de tecnología con socios locales no fue una exclusividad argentina. México y Brasil también la reclamaron, pero no fue una condición para comprar la vacuna. La compraron sin tantos remilgos. La tecnología vendría después. El contrato con el gobierno argentino fue firmado por Pfizer, según denunció Patricia Bullrich, pero no lo refrendó el Ministerio de Salud. El Presidente se debe una conversación sincera con González García. Podría enterarse de cosas que ignora.

El Presidente es amigo personal o frecuentó, hasta ya siendo jefe del Ejecutivo, a casi todos los miembros de la Corte Suprema de Justicia. Acaba de provocar un conflicto de poderes cuando en el acto de Ensenada, al lado de una Cristina muda y de un Sergio Massa pasmado, cuestionó la resolución de la Corte sobre la autonomía de la Capital. No fue solo un despiste jurídico; también fue un error político. Alberto Fernández es un político de la Capital que vivió –y vivirá– en la Capital. ¿Cómo les explicará luego a los porteños que bregó por negarle la autonomía a su distrito? ¿Cómo, cuando lo que se dirimía era el derecho de la Capital a decidir sobre la educación de los niños? Fue un discurso invertebrado, confuso y enardecido. Podrá decirse que amenazó a la Corte con no cumplir con sus decisiones (“Nada nos va a hacer cambiar de idea, ni siquiera el fallo de un tribunal”), pero tampoco es seguro que haya querido decir eso. Solo Cristina Kirchner zamarreaba así al máximo tribunal de Justicia del país. El Presidente la imita. “Ese día, Alberto estaba descompuesto de bronca”, tratan de explicar a su lado. El atenuante de la expresidenta es que ella nunca se esforzó por cultivar la relación con los jueces supremos. Los atacaba, no los quería y no los frecuentaba.

Un político que conoce al Presidente supone que todo (o algo) se cifra en el odio a Mauricio Macri, lo único permanente en él. Alberto Fernández lo detestó a Macri antes de que fuera presidente y cuando fue presidente, y lo detesta ahora. “Todo lo que es malo para Macri es bueno para él, incluida Cristina”, desliza. ¿Eso explica incluso que él haya permitido que Cristina le intervenga gran parte del Gobierno? Sería demasiado. El núcleo del problema sigue sin solución. El Presidente tiene los instrumentos del poder (la lapicera, sobre todo), pero el poder lo tiene Cristina, que no tiene la lapicera ni el boato presidencial. La fisiología del poder es anómala. Por eso, la rendición del Presidente no significa el fin de la crisis política