SANTIDAD DE LA IGLESIA-Meditación diaria -Hablar con Dios – Francisco Fernández-Carvajal

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SANTIDAD DE LA IGLESIA

— La Iglesia es santa y produce frutos de santidad.

— Santidad de la Iglesia y miembros pecadores.

— Ser buenos hijos de la Iglesia.

I. El Antiguo Testamento, de mil formas diferentes, anuncia y prefigura todo lo que tiene lugar en el Nuevo. Y este es plenitud y cumplimiento de aquel. Cristo muestra el contraste entre el espíritu que Él trae y el del judaísmo de su época. Este espíritu nuevo no será como una pieza añadida a lo viejo, sino un principio pleno y definitivo que sustituye las realidades provisionales e imperfectas de la antigua Revelación. La novedad del mensaje de Cristo, su plenitud, como un vino nuevo, no cabe ya en los moldes de la Antigua Ley. Nadie echa vino nuevo en odres viejos…1.

Quienes le escuchan entienden bien las imágenes que emplea el Señor para hablar del Reino de los Cielos. Nadie debe cometer el error de remendar un vestido viejo con un trozo de tela nueva, porque el paño nuevo encogerá al mojarse, desgarrando aún más el vestido viejo y pasado, con lo que se perderían los dos al mismo tiempo.

La Iglesia es el vestido nuevo, sin roturas; es la vasija nueva preparada para recibir el espíritu de Cristo, que llevará generosamente hasta los confines del mundo, y mientras existan hombres sobre la tierra, el mensaje y la fuerza salvífica de su Señor.

Con la Ascensión se cierra una etapa de la Revelación, y comienza en Pentecostés el tiempo de la Iglesia2, Cuerpo Místico de Cristo, que continúa la acción santificadora de Jesús, principalmente a través de los sacramentos, y nos consigue abundantes gracias por su intercesión, a través también de los sacramentos y de los ritos externos que Ella ha instituido: las bendiciones, el agua bendita…; su doctrina ilumina nuestra inteligencia, nos da a conocer al Señor, nos permite tratarlo y amarlo. Por eso, nuestra Madre la Iglesia jamás ha transigido con el error en la doctrina de fe, con la verdad parcial o deformada; se ha mantenido siempre vigilante para mantener la fe en toda su pureza, y la ha enseñado por el mundo entero. Gracias a su indefectible fidelidad, por la asistencia del Espíritu Santo, podemos nosotros conocer la doctrina que enseñó Jesucristo, y en su mismo sentido, sin cambio ni variación alguna. Desde los días de Pentecostés hasta hoy, se sigue escuchando la voz de Cristo.

Todo árbol bueno produce buenos frutos3, y la Iglesia da frutos de santidad4. Desde los primeros cristianos, que se llamaron entre sí santos, hasta nuestros días, han resplandecido los santos de toda edad, raza y condición. La santidad no está de ordinario en cosas llamativas, no hace ruido, es sobrenatural; pero trasciende enseguida, porque la caridad, que es la esencia de la santidad, tiene manifestaciones externas: en el modo de vivir todas las virtudes, en la forma de realizar el trabajo, en el afán apostólico… «Mirad cómo se aman», decían de los primeros cristianos5; y los habitantes de Jerusalén los contemplaban con admiración y respeto, porque advertían los signos de la acción del Espíritu Santo en ellos6.

Hoy, en este rato de oración y durante el día, podemos dar gracias al Señor por tantos bienes como hemos recibido a través de nuestra Madre la Iglesia. Son dones impagables. ¿Qué sería de nuestra vida sin esos medios de santificación que son los sacramentos? ¿Cómo podríamos conocer la Palabra de Jesús –¡palabras de vida eterna!– y sus enseñanzas si no hubieran sido guardadas con tanta fidelidad?

II. Desde el mismo momento de su fundación, el Señor ha tenido en su Iglesia un pueblo santo, lleno de buenas obras7. Puede afirmarse que en todos los tiempos «la Iglesia de Dios, sin dejar de ofrecer nunca a los hombres el sustento espiritual, engendra y forma nuevas generaciones de santos y de santas para Cristo»8. Santidad en su Cabeza, Cristo, y santidad en muchos de sus miembros también. Santidad por la práctica ejemplar de las virtudes humanas y las sobrenaturales. Santidad heroica es la de aquellos que «son de carne, pero no viven según la carne. Habitan en la tierra, pero su patria es el Cielo… Aman a los otros y los otros los persiguen. Se les calumnia y ellos bendicen. Se les injuria y ellos honran a sus detractores… Su actitud (…) es una manifestación del poder de Dios»9. Son innumerables los fieles que han vivido su fe heroicamente: todos están en el Cielo, aunque la Iglesia haya canonizado solo a unos pocos. Son también incontables, aquí en la tierra, las madres de familia que, llenas de fe, sacan adelante a su familia, con generosidad, sin pensar en ellas mismas; trabajadores de todas las profesiones que santifican su trabajo; estudiantes que realizan un apostolado eficaz y saben ir con alegría contra corriente; y tantos enfermos que ofrecen sus vidas en el hogar o en un hospital por sus hermanos en la fe, con gozo y paz…

Esta santidad radiante de la Iglesia queda velada en ocasiones por las miserias personales de los hombres que la componen. Aunque, por otra parte, esas mismas deslealtades y flaquezas contribuyen a manifestar, por contraste, como las sombras de un cuadro realzan la luz y los colores, la presencia santificadora del Espíritu Santo, que la sostiene limpia en medio de tantas debilidades.

Nadie echa vino nuevo en odres viejos: el licor divino de las enseñanzas del Señor, de la vida que nos ha dispensado al traernos a su Iglesia, se ha de contener en nuestra alma, un recipiente que debe ser digno, pero que es defectible, que puede fallar. Con fe y con amor entendemos que la Iglesia sea santa y que sus miembros tengan defectos, sean pecadores. En Ella «están reunidos buenos y malos. Está formada por diversidad de hijos, porque a todos engendra en la fe; pero de tal modo que no a todos, por culpa de ellos, logra conducir a la libertad de la gracia mediante la renovación de sus vidas»10. La misma Iglesia está constituida por hombres que alcanzaron ya su destino eterno –los santos del Cielo–, por otros que purgan en espera del premio definitivo, y también por los que aquí en la tierra han de luchar con sus defectos y malas inclinaciones para ser fieles a Cristo. No es razonable –y va contra la fe y contra la justicia– juzgar a la Iglesia por la conducta de algunos miembros suyos que no saben corresponder a la llamada de Dios; es una deformación grave e injusta, que olvida la entrega de Cristo, que amó a su Iglesia y se sacrificó por ella, para santificarla, limpiándola en el bautismo del agua, a fin de hacerla comparecer delante de Él llena de gloria, sin arruga ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada11. No olvidemos a Santa María, a San José, a tantos mártires y santos; tengamos siempre presente la santidad de la doctrina y del culto y de los sacramentos y de la moral de la Iglesia; consideremos frecuentemente las virtudes cristianas y las obras de misericordia, que adornan y adornarán siempre la vida de tantos cristianos… Esto nos moverá a portarnos siempre como buenos hijos de la Iglesia, a amarla más y más, a rezar por aquellos hermanos nuestros que más lo necesitan.

III. La Iglesia no deja de ser santa por las debilidades de sus hijos, que son siempre estrictamente personales, aunque estas faltas tengan mucha influencia en el resto de sus hermanos. Por eso, un buen hijo no tolera los insultos a su Madre, ni que le achaquen defectos que no tiene, que la critiquen y maltraten.

Por otra parte, incluso en aquellos tiempos en que el verdadero rostro ha estado velado por la infidelidad de muchos que deberían haber sido fieles y cuando solo aparecen vidas de muy escasa piedad, en esos momentos –quizá ocultas a la mirada de las gentes– existen almas santas y heroicas. Aun en las épocas más oscurecidas por el materialismo, la sensualidad y el deseo de bienestar, hay hombres y mujeres fieles que en medio de sus quehaceres son la alegría de Dios en el mundo.

La Iglesia es Madre: su misión es la de «engendrar hijos, educarlos y regirlos, guiando con materno cuidado la vida de los individuos y los pueblos»12. Ella –santa y madre de todos nosotros13– nos proporciona todos los medios para adquirir la santidad. Nadie puede llegar a ser buen hijo de Dios si no vive con amor y piedad estos medios de santificación, porque «no puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre»14. De aquí que no se concibe un gran amor a Dios sin un gran amor a la Iglesia.

Como el amor a Dios brota del amor que Él nos tiene –Él nos amó primero a nosotros15–, el amor a la Iglesia ha de nacer del agradecimiento por los medios que nos brinda para que alcancemos la santidad. Le debemos amor por el sacerdocio, por los sacramentos todos –y de modo muy particular por la Sagrada Eucaristía–, por la liturgia, por el tesoro de la fe que ha guardado fielmente a lo largo de los siglos… La miramos nosotros con ojos de fe y de amor, y la vemos santa, limpísima, sin arruga.

Si la Iglesia, por voluntad de Jesucristo, es Madre –una buena madre–, tengamos nosotros la actitud de unos buenos hijos. No permitamos que se la trate como si fuera una sociedad humana, olvidando el misterio profundo que en Ella se encierra; no queramos escuchar críticas contra sacerdotes, obispos… Y cuando veamos errores y defectos de quienes quizá tenían que ser más ejemplares, sepamos disculpar, resaltar otros aspectos positivos de esas personas, recemos por ellos… y, en su caso, ayudémosles con la corrección fraterna, si nos es posible. «Amor con amor se paga», un amor con obras, que sea notorio, por quienes habitualmente nos conocen y tratan.

Terminamos nuestra oración invocando a Santa María, Mater Ecclesiae, Madre de la Iglesia, para que nos enseñe a amarla cada día más.

1 Mc 2, 22. — 2 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 4. 3 Mt 7, 17. — 4 Cfr. Catecismo Romano, I, 10, n. 15. — 5 Tertuliano, Apologético, 39, 7. — 6 Cfr. Hech 2, 33. — 7 Tit 2, 14. 8 Pío XI, Enc. Quas primas, 11-XII-1925, 4. 9 Epístola a Diogneto, 5, 6, 16; 7, 9. — 10 San Gregorio Magno, Homilía 38, 7. — 11 Ef 5, 25-27. — 12 Juan XXIII, Enc. Mater et magistra, Introd. — 13 Cfr. San Cirilo de Jerusalén, Catequesis, 18, 26. — 14 San Cipriano, Sobre la unidad de la Iglesia Católica, 6. — 15 1 Jn 4, 10.

JESUCRISTO FUNDÓ UNA SOLA IGLESIA*

— Voluntad de Cristo de fundar una sola Iglesia.

— La oración de Jesús por la unidad.

— La unidad, don de Dios. Convivencia amable con todos los hombres.

I. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica1. ¡Cuántas veces a lo largo de nuestra vida hemos hecho esta profesión de fe, saboreando cada una de estas notas: una, santa, católica y apostólica! Pero en estos días en que la Iglesia nos propone una Semana para rezar con más fervor por la unidad de los cristianos, estaremos unidos en la oración al Papa, a los Obispos, a los católicos de todo el mundo y a nuestros hermanos separados. Estos, aunque no tienen la plenitud de fe, de sacramentos o de régimen, tienden a ella, impulsados por el mismo Cristo, que quiere ut omnes unum sint2, que todos, y de modo particular los cristianos, lleguen a la unidad en una sola Iglesia, la que Cristo fundó, aquella que permanecerá en el mundo hasta el fin de los tiempos.

Creo en la Iglesia, que es una… La unidad es nota característica de la Iglesia de Cristo y forma parte de su misterio3. El Señor no fundó muchas iglesias, sino una sola Iglesia, «que en el Símbolo confesamos como una, santa, católica y apostólica, y que nuestro Salvador, después de su Resurrección, encomendó a Pedro para que la apacentara (cfr. Jn 21, 17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cfr. Mt 28, 18 ss.), y la erigió perpetuamente en columna y fundamento de la verdad (cfr. 1 Tim 3, 15). Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, si bien fuera de su estructura se encuentran muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad de Cristo»4. En ocasiones se ha comparado la Iglesia a la túnica de Cristo, inconsútil, de una sola pieza, sin costuras, tejida de arriba abajo5: no tiene costuras para que no se rompa6, afirma San Agustín.

El Señor manifestó de muchas maneras su propósito de fundar una sola Iglesia. Nos habla de un solo rebaño y un solo pastor7, nos advierte de la ruina de un reino dividido en facciones contrapuestas –omne regnum divisum contra se, desolabitur8 de una ciudad cuyas llaves se entregan a Pedro9 y de un solo edificio construido sobre el cimiento de Pedro10

Hoy, en la Comunión de los Santos, en la que de forma diversa participamos, nos unimos a tantos y tantos en todo el mundo que, con pureza de intención, piden: ut omnes unum sint, que todos seamos uno, en un solo rebaño bajo un solo Pastor, que no se desgaje nunca más una rama del árbol frondoso de la Iglesia. ¡Qué dolor cuando algún sarmiento se separa de la vid verdadera!

II. La solicitud constante de Jesús por la unidad de los suyos se manifestó de una manera particular en la oración de la Última Cena, que es, a la vez, como el testamento que nos deja a los discípulos: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros… No solo ruego por ellos, sino también por los que creerán en Mí por las palabras de ellos, para que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que Tú me has enviado11.

Ut omnes unum sint… La unión con Cristo es causa y condición de la unidad de los cristianos entre sí. Esta unidad es uno de los mayores bienes para toda la humanidad, pues, siendo la Iglesia una y única, aparece como signo ante las naciones para invitar a todos a creer en Jesucristo, el Salvador único de todos los hombres; Ella continúa en el mundo esa misión salvadora de Jesús. El Concilio Vaticano II, haciendo referencia a los fundamentos del ecumenismo, relaciona la unidad de la Iglesia con su universalidad y con esta misión salvadora12.

La unidad de fe y de costumbres es la que motiva la celebración del llamado primer Concilio de Jerusalén13, en los comienzos de la Iglesia. Y una buena parte de las Cartas de San Pablo son un llamamiento a la unidad. El cuidado de este bien tan grande es el principal encargo que San Pablo hace a los presbíteros14, a sus más íntimos colaboradores, y a quienes le habían de suceder en el pastoreo y sostenimiento de aquellas comunidades15. Esta preocupación está siempre presente en todos los Apóstoles16.

La doctrina de los Padres de la Iglesia lleva siempre a defender esta unidad querida por Cristo, y consideran la separación del tronco común como el peor de los males17. En nuestros días, ante la pretensión de un falso ecumenismo de algunos que consideran todas las confesiones cristianas como igualmente válidas, rechazando la existencia de una Iglesia visible heredera de los Apóstoles y, por tanto, en la que se realiza la voluntad de Cristo, el Concilio Vaticano II declaró para nuestra enseñanza que «una sola es la Iglesia fundada por Cristo Señor; muchas son, sin embargo, las Comuniones cristianas que a sí mismas se presentan ante los hombres como la verdadera herencia de Jesucristo; todos se confiesan discípulos del Señor, pero sienten de modo distinto y siguen caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido. Esta división contradice abiertamente a la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres»18.

Porque amamos apasionadamente a la Iglesia nos duele en lo más íntimo del alma este «escándalo para el mundo» que constituyen las divisiones y sus causas. Por eso hemos de pedir y de ofrecer sacrificios, pequeñas mortificaciones en medio del trabajo diario, para atraer la misericordia de Dios, de manera que –superando muchas dificultades– sea cada vez mayor la realidad de esta unión en la única Iglesia de Cristo. En lo que esté de nuestra parte, quitaremos lo que pueda ser obstáculo, aquello que, por no vivir personalmente las exigencias de la vocación cristiana, pudiera ser motivo para que otros se alejen o no se acerquen a la Iglesia; resaltaremos lo que tenemos en común, dado que quizá a lo largo de la historia se ha puesto más de relieve lo que separa que aquello que puede ser motivo de unión. Esta es la intención y la doctrina del Magisterio, pues «la Iglesia se reconoce unida por muchas razones con quienes, estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro»19. Aunque no están en plena comunión con la Iglesia, hay algunos que tienen la Sagrada Escritura como norma de fe y vida, manifiestan un verdadero celo apostólico, han sido bautizados y han recibido otros sacramentos. Algunos poseen el episcopado, celebran la Sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen María. Participan en cierto modo en la Comunión de los Santos y reciben su influjo, y son impulsados por el Espíritu Santo a una vida ejemplar20.

El deseo de unión, la oración por todos, nos lleva a ser ejemplares en la caridad. También de nosotros se ha de decir, como de los primeros cristianos: mirad cómo se aman21.

III. La unidad es un don de Dios y por eso está estrechamente ligada a la oración y a la continua conversión del corazón, a la lucha ascética personal por ser mejores, por estar más unidos al Señor. Poco podremos hacer por la unidad de los cristianos «si no hemos logrado esta intimidad estrecha con el Señor Jesús: si realmente no estamos con Él y como Él santificados en la verdad; si no guardamos su palabra en nosotros, tratando de descubrir cada día su riqueza escondida; si el amor mismo de Dios por su Cristo no está profundamente arraigado en nosotros»22.

El amor a Dios nos ha de llevar a pedir, de modo particular en estos días, por esos hermanos nuestros que mantienen aún muchos vínculos con la Iglesia. Contribuiremos eficazmente a la edificación de esa unión en la medida en que nos afanemos por buscar la santidad personal en lo corriente de todos los días y aumentemos nuestro espíritu apostólico. El fiel católico ha de tener siempre un corazón grande y debe saber servir generosamente a sus hermanos los hombres –a los demás católicos y a quienes tienen la fe en Cristo sin pertenecer a la Iglesia o profesan otras religiones o ninguna y mostrarse abierto y siempre dispuesto a convivir con todos. Hemos de amar a los hombres para llevarlos a la plenitud de Cristo, y así hacerlos felices. Señor –le pedimos con la liturgia de la Misa infunde en nosotros tu Espíritu de caridad y… haz que cuantos creemos en Ti vivamos unidos en un mismo amor23.

1 Símbolo Nicenoconstantinopolitano. Denz 86 (150). — 2 Jn 17, 21. — 3 Cfr. Pablo VI, Alocución 19-I-1977. — 4 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 8. — 5 Cfr. Jn 19, 23. — 6 Cfr. San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 118, 4. — 7 Jn 10, 16. — 8 Mt 12, 25. — 9 Mt 16, 19. — 10 Mt 16, 18. — 11 Jn 17, 11, 20-21. — 12 Cfr, Conc. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, 1. — 13 Hech 15, 1-30. — 14 Hech 20, 28-35. — 15 Cfr. 1 Tim 4, 1-16; 6, 3-6; Tit 1, 5-16; etc. — 16 Cfr. 1 Pdr 2, 1-9; 2 Pdr 1, 12-15; Jn 2, 1-25; Sant 4, 11-12; etc. — 17 San Agustín, Contra los parmenianos, 2, 2. — 18 Conc. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio. — 19 ídem, Const. Lumen gentium, 15. — 20 Cfr. ibídem. — 21 Tertuliano, Apologético, 39. — 22 Juan Pablo II, Alocución por la Unión de los Cristianos, 23-I-1981. — 23 Misal Romano, Misa por la unidad de los cristianos, 3. Ciclo B. Oración después de la Comunión.

Cada año, del 18 al 25 de enero, fiesta de la Conversión de San Pablo, la Iglesia dedica ocho días a pedir especialmente para que todos aquellos que creen en Jesucristo lleguen a formar parte de la única Iglesia fundada por Él.

León XIII, en 1897, en la Encíclica Satis cognitum, dispuso ya que fueran consagrados a esta intención los nueve días que median entre Ascensión y Pentecostés. En el año 1910, San Pío X trasladó la celebración a los días 18 al 25 de enero de cada año (entre las fiestas de la Cátedra de San Pedro, que se celebraba entonces el día 18 de este mes, y la Conversión de San Pablo).

El Concilio Vaticano II, en el Decreto sobre ecumenismo, instaba a esta oración, «conscientes de que este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de una sola y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas y la capacidad humana» (Decr. Unitatis redintegratio, 24).