sábado, noviembre 16

Secretos detrás de las vacunas

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Nota extraída de Clarín por Eduardo Van der Kooy

El Presidente dice ahora que la cuarentena no rige más. Pero acaba de prorrogarla por décima vez.

Secretos detrás de las vacunas

Dos de las tres crisis simultáneas que administra Alberto Fernández están estrechamente vinculadas. La sanitaria, debido a la gestión por la pandemia, con la política. El derrumbe económico-social parece acompañar un paso atrás. La irrupción del coronavirus permitió al Presidente alcanzar sus mejores índices de popularidad. Se opacan y caen por dos razones: la fatiga social por el largo encierro; la frecuencia con que Cristina Fernández, en temas sensibles, le hace sombra en la escena pública.

Esa realidad explica la importancia que la administración de la pandemia encierra para Alberto en esta instancia muy crítica. Su imagen se labra, en ese terreno, como la de un dirigente moderado. Basculando entre las demandas de Axel Kicillof en Buenos Aires y Horacio Rodríguez Larreta en la Ciudad. Cuando la agenda se desliza hacia las exigencias de la vicepresidenta, no tiene otro remedio que virar hacia la radicalización.

Dicha dualidad genera un estado de confusión y desconfianza. Primero, porque la estrategia sanitaria después de cinco meses desnuda inconsistencias. Lógicas, quizás, ante un fenómeno desconocido. Segundo, porque en el plano político-institucional la vicepresidenta establece condiciones rígidas. Gestiona con prepotencia en el Senado la reforma judicial y la idea de mutar la Corte Suprema. Como derivación, se observa un estado deliberativo en segmentos de la sociedad.

El Presidente tiene dificultades con su estrategia sanitaria. Ha perdido consenso. Golpe duro para la cuarentena como eje político. Pudieron influir tres factores. El Gobierno vendió la cuarentena inicial como panacea que evitaría los sobresaltos serios. Ocultó que ese refugio acertado respondió sólo a la necesidad de reforzar un sistema sanitario extremadamente débil. Hizo alarde sobre los primeros resultados comparativos –abrieron pleitos con Suecia, Chile, España y Brasil—que empalidecen con la escalada presente de contagiados y fallecidos. Ahora, de las más llamativas de la región. Aunque la tasa de letalidad, en crecimiento, siga siendo baja. Encaró la cuarentena de un modo normativo y paternalista que perdió eficacia.

Sin establecer comparaciones de otro tipo, porque carecen de sentido, puede repararse en el estilo político que condujo la pandemia en Uruguay. Luis Lacalle Pou, el nuevo mandatario, estableció desde el comienzo una comunicación clara basada en las orientaciones de la ciencia. Pero sin darle un valor absoluto. Escuchó voces de otros ámbitos y supo coordinar cada paso con los principales líderes de la oposición. Concedió un papel protagónico a la responsabilidad social por encima de la obligación de cualquier confinamiento. Logró una buena respuesta colectiva.

También sería injusto decir que nuestra sociedad no respondió. Lo hizo a rajatabla cuando se le pidió el primer esfuerzo. Pero carece de condiciones objetivas, desde el punto de vista económico, para sostenerla el tiempo que se le exige. Las experiencias en el mundo indican que los encierros extremos fueron cortos. Incluso con decisiones a las cuales el Presidente no se animó. Italia, España, Israel, Chile y Perú, entre muchos países, mecharon los momentos más difíciles con la imposición regulada del toque de queda.

En el plan inicial del Gobierno han fallado ciertas cosas. El cálculo del momento crítico, que parece asomar, se fue prolongando por efecto de la cuarentena. Como paradoja, forzó a continuarla. Los especialistas que no forman parte del equipo de asesores presidenciales señalan otra carencia básica. La falta adecuada de testeos y rastreos. Tan evidente, que el Gobierno ha preferido dar por hecho que un conviviente con un caso positivo también lo es con un solo síntoma. Sin la verificación pertinente. La Organización Mundial de la Salud (OMS) fija que la tasa de positividad de los testeos masivos debe rondar entre el 13% y el 15%. En la Argentina está todavía en 45%. La Organización Panamericana de la Salud (OPS) ha señalado idéntico déficit. Y alertó sobre la propagación del virus en todo el país.

Alberto muestra dificultades para remodelar la estrategia. Oscila entre la noción imperativa del comienzo con el nuevo mensaje que tiende a conceder lugar a la responsabilidad ciudadana. La ambivalencia induce a dislates. El Presidente dice ahora que la cuarentena no rige más. Pero acaba de prorrogarla por décima vez. Niega que existan impedimentos y limitaciones. Para circular se requiere una autorización especial. Lo mismo para el uso del transporte público.

Sus palabras comienzan a mostrar un peligroso divorcio con la realidad. Firmó hace quince días un DNU que prohibió en todo el país las reuniones sociales. Dejemos de lado su validez constitucional. El diputado Mario Negri, jefe del interbloque de Cambiemos, dio un ejemplo que puso aquel dictado en ridículo. En Córdoba, por caso, no se pueden hacer reuniones en las casas. Pero sí, en cambio, comer en restoranes con los debidos protocolos.

Los despropósitos siguieron la última semana cuando un remero olímpico salió a entrenar al río aunque ese deporte no está autorizado. La Prefectura le labró un acta con una factible causa judicial y lo multó. La Policía de la Ciudad dispersó la semana pasada a un grupo de jóvenes que, imprudentemente, se habían amuchado a tomar cerveza en la vereda de un bar. Pero nadie en el Gobierno movió un dedo cuando cientos de camioneros, por motivaciones político-sindicales, se agolparon frente a la empresa Mercado Libre para bloquear una de sus plantas de distribución. Desde el poder estigmatizan con el rótulo de “anticuarentena” la marcha de protesta convocada para mañana. ¿No es que para Alberto ahora no hay cuarentena? Demasiado mareo en el rumbo oficial.

El Presidente logró visualizar en medio del enredo un hilo de luz. El anuncio de que una de las vacunas en experimentación contra el coronavirus tendrá una fase de su producción en la Argentina le sirvió para estimular expectativas en una sociedad que, también sobre la pandemia, las viene perdiendo. Como siempre ocurre, la realidad se mezcla con el relato. La vacuna pertenece a un laboratorio británico-sueco, AstraZeneca. Fue impulsada con millonarios fondos aportados por el gobierno de Boris Johnson.

Aterriza en la Argentina y México porque el foco del coronavirus está ahora en América Latina. Esa es la razón fundamental pese a las distintas condiciones epidemiológicas en ambos países. El manejo de la pandemia en la nación azteca ha sido desastroso. Pero posee un potencial económico que aquí no existe. La decisión también estimuló las intrigas palaciegas.

El productor del reactivo de la vacuna será en nuestro país un laboratorio del Grupo Insud. Que en 2009 la elaboró para combatir la Gripe A. Pertenece al empresario Hugo Sigman, de variados vínculos con el mundo político. En especial, el kirchnerismo. Su figura, sin embargo, no calza con la misma facilidad en el Presidente que en la vicepresidenta. Quizá por aquella amplitud para relacionarse. No se privó de hacer públicas sus condolencias por la muerte de Sergio Nardelli. El CEO de la empresa agro-industrial Vicentin que Cristina se propuso en un momento intervenir y expropiar.

Habría cuestiones más hondas en esas diferencias. Cuando Alberto diseñaba su gabinete consideró la posibilidad de designar ministro de Salud a Pablo Yedlin. Hombre ligado al gobernador de Tucumán, Juan Manzur. Este había ocupado dicha cartera varios años del mandato de Cristina (2009-15). Yedlin fue vetado por la vicepresidenta quien, al parecer, nunca comulgó con la estrecha relación entre Manzur y el empresario Sigman. Antes de tener que ceder el casillero, el Presidente ungió a Ginés González Garcia. Pasó sin problemas el filtro del Instituto Patria.

Detrás del acuerdo por la vacuna que está naciendo en Oxford podrían dilucidarse, quizás, otros asuntos. El Presidente, el mismo día que hizo el anuncio, envió una carta de felicitación a Vladimir Putin. Lo hizo porque el mandatario de Rusia comunicó de repente el hallazgo de una vacuna contra el coronavirus. Sostuvo que en octubre estaría en condiciones de suministrarla en forma masiva. La celebración de Alberto superó la formalidad: dijo que la novedad “quedará en las páginas indelebles de la historia de la medicina mundial”.

El texto pareció sobredimensionado por la fabricación de un producto cuyos pormenores ignora el mundo científico. Nadie podría colocar en duda la potencialidad militar y científica de Rusia. Pero aquel apuro por festejar lo desconocido tendría que ver con el ideologismo del Frente de Todos, que encarna Cristina. Naturalmente, surgirían dos interrogantes. ¿Por qué motivo el Gobierno optó por el ensayo de Oxford y no por la inmunidad que comunicó Putin? ¿Por qué, si la de Rusia estaría concluida y la de Oxford aún en fase experimental, aunque avanzada?

Aquella felicitación a Putin pudo haber respondido además a algún despecho circunstancial. El día anterior a la sorpresa rusa, el asesor de Donald Trump para la Seguridad Nacional de América Latina, Mauricio Claver Carone, acusó a la Argentina de intentar secuestrar las elecciones para elegir al titular del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Es la primera vez, en contra de la historia, que la Casa Blanca quiere ocupar ese sillón. Nuestro país, junto a Chile, México y Costa Rica pretende llevar los comicios al 2021, argumentando la crisis general que ha desatado la pandemia. Gustavo Béliz es el candidato de Alberto.

Aquel puñado de gestos, entre Moscú y Washington, podría descubrir la banalidad con que se maneja la política exterior.