jueves, marzo 28

Silencio y complicidad frente a Cuba

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Nota extraída deLa Nación por Joaquín Morales Solá

La izquierda europea fue percibiendo que la Cuba de los Castro no era un modelo defendible; la Argentina está haciendo el camino inverso; ¿Influencia de Cristina Kirchner? Es muy probable

Alberto Fernández
Alberto Fernández

Cuba es desde los años 60 un ícono inexplicable de la izquierda universal. Aunque el símbolo se fue arruinando con el paso del tiempo, lo cierto es que todavía la progresía latinoamericana mira a La Habana como La Meca a la que dirige sus oraciones. La dictadura de los Castro se hizo cada vez más dictadura en la medida que no podía resolver los problemas más básicos de la sociedad. Un Estado militarizado hurga en la vida pública y privada de las personas. Los cubanos sufren el atraso y la penuria económica; solo la nomenclatura disfruta del confort de los ciudadanos que viven en los países occidentales. La izquierda europea, ya con muy pocas excepciones, fue percibiendo de a poco que la Cuba de los Castro no era un modelo defendible. La Argentina está haciendo el camino inverso: se acerca a la élite cubana de la que el resto del mundo político e intelectual se aleja.

¿Influencia de Cristina Kirchner? Es muy probable. La expresidenta pasó mucho tiempo en La Habana mientras en Buenos Aires gobernaba Mauricio Macri. El gobierno cubano puso a su disposición, y a la de su hija, una señorial casa para visitantes ilustres. El problema era la enfermedad de Florencia Kirchner, que existió, y también la posibilidad de que algún juez argentino le dictara la prisión preventiva. Florencia era la única Kirchner que nunca tuvo la protección de los fueros parlamentarios. La Argentina y Cuba no tienen firmado un acuerdo de extradiciones. Lugar ideal para quien se sentía víctima de persecuciones judiciales.

Versiones fidedignas señalan que Cristina gastaba parte del tiempo que pasaba en La Habana departiendo con la dirigencia cubana. ¿De qué hablaba? Nadie lo sabe, porque la única que podría contarlo es ella misma. Los cubanos han hecho del secreto un dogma. Nunca dirán nada. Puede deducirse que esas conversaciones no se cifraban solo en la peripecia de su vida o en la de su hija; el mundo, sus avatares, sus protagonistas y sus cambios debieron pasar por esas largas charlas. Antes, Cristina, siempre con la cabeza puesta en los mitos del setentismo, peregrinó hasta la casa de Fidel Castro cuando éste vivía y ella era presidenta. Corrían los últimos tiempos de su presidencia; Hugo Chávez se estaba muriendo o había muerto; Fidel ya estaba muy mal, y la lideresa argentina comenzó a creer que ella podía ser el relevo de esos dos referentes fundamentales de la izquierda latinoamericana. En Cuba la alentaron. Nadie sabe si los cubanos ofrecieron solo aliento o apoyos políticos más explícitos para esa causa.

Tales constataciones explican las posiciones de Cristina Kirchner, pero no las del Presidente. Se supone que él controla las relaciones exteriores, no solo porque es su misión constitucional, sino también porque dos hombres suyos gravitan en las decisiones de política internacional: el canciller Felipe Solá y Gustavo Béliz, actual secretario de Asuntos Estratégicos de la Presidencia. Se supone, aunque nadie podría haber imaginado nunca a Solá y a Béliz en posiciones procubanas.

Tampoco Alberto Fernández frecuentó la vana lisonja al régimen cubano. Sin embargo, Cristina, Alberto Fernández y Solá (Béliz no se pronuncia nunca en público) les han dado un giro brusco y copernicano a las relaciones exteriores argentinas. Los aliados son ahora Venezuela, Nicaragua, Rusia e Irán, además de la propia Cuba, que es el faro de las otras dictaduras latinoamericanas. Los llamados “desorbitados” del mundo, porque no están en ninguna órbita. Ni Raúl Alfonsín (más cercano a los países sudamericanos y un europeísta convencido) ni Menem (que no despreció al Mercosur, aunque su alianza fundamental estuvo con los Estados Unidos) ni Néstor Kirchner (que se acercaba y se alejaba de Washington, merodeaba Europa y se acomodaba en el Mercosur) llegaron nunca tan lejos en un cambio de la política exterior del país.

Al contrario, uno de los grandes logros de la democracia argentina fue la pacificación del sur de América. Los gobiernos de Alfonsín y de Menem establecieron buena relaciones con Brasil y Chile, dos países con los que la Argentina tenía viejas hipótesis de guerra. Todos los gobiernos de la democracia argentina se ocuparon de preservar la paz en el sur de América y de hacer valer la democracia en el subcontinente. Luego, apareció Cristina Kirchner, del brazo ahora de Alberto Fernández. Es otra cosa.

Hasta el caso cubano, Alberto Fernández había enganchado sus políticas sobre el mundo a las decisiones que tomaba el presidente de México, López Obrador. México y la Argentina parecían un solo país. Esa alianza fue calificada por el analista de política internacional y docente de la Universidad Georgetown Héctor Shamis como “una especie de imperio austro-húngaro plebeyo”. Era una ironía para explicar lo inexplicable.

Cuando los hechos carecen de argumentos sólidos es mejor callarse. El Presidente señaló en las últimas horas que no quería opinar sobre las protestas sociales en Cuba (ni sobre la dura represión del régimen) porque no conocía lo que estaba pasando. ¿No conocía? ¿Está esperando informarse por la prensa cubana? ¿Para qué existe la embajada argentina en Cuba? ¿Por qué todos los otros gobiernos, incluidos los que apoyaron a la dictadura cubana, sí conocen lo que pasa en Cuba?

En América, solo las dictaduras venezolana y nicaragüense (y el gobierno de Bolivia) apoyaron al régimen de Díaz-Canel, el último vicario de lo que queda del castrismo. México también lo hizo, aunque ese país tiene una política de comprensión con Cuba que es única en América latina. Viene de los tiempos en que gobernaba el PRI (la “dictadura perfecta”, Vargas Llosa dixit), poco propenso a escandalizarse por las violaciones de los derechos humanos y el cercenamiento de las libertades públicas. En esa línea, aunque sin llegar al apoyo manifiesto a la represión del gobierno cubano, se mantuvo Alberto Fernández.

La argumentación de fuentes oficiales argentinas es que el Gobierno local prefiere no interferir en los asuntos internos de los países. La misma argumentación se usó frente a los atropellos del régimen chavista de Venezuela y, recientemente, frente a la tiranía de Daniel Ortega y Rosario Murillo, su esposa, en Nicaragua. No obstante, ese argumento no sirvió cuando el Presidente se metió en el conflicto de protestas que enfrentaban los presidentes de Colombia, Iván Duque, y de Chile, Sebastián Piñera.

Tampoco evitó calificar de “uso desproporcionado de la fuerza” la reacción del gobierno de Israel, cuando este respondió con misiles la lluvia de misiles lanzados por el grupos terrorista Hamas sobre ciudadanos israelíes. Es decir, Colombia, Chile e Israel (países gobernados por coaliciones de centroderecha) pueden ser juzgados por sus cuestiones internas, pero las dictaduras llamadas de izquierda (Cuba, Venezuela y Nicaragua) merecen ser protegidas aunque les nieguen a sus ciudadanos los derechos y las libertades esenciales que reclama cualquier ciudadano desde la Revolución Francesa. No hay, en tales contradicciones, ninguna identificación ética, estética y moral.

Para peor, el Presidente solo se pronunció diciendo que el embargo norteamericano a Cuba debía terminar. Es un reflejo viejo. Es, al mismo tiempo, el eterno pretexto del gobierno cubano para explicar la perpetua escasez que padece el pueblo cubano. En rigor, el error del gobierno norteamericano consiste en mantener ese embargo y darle a la dictadura cubana el pretexto ideal. El embargo se concibió como una acción conjunta de todos los países occidentales, pero eso dejó de suceder hacer mucho tiempo. De hecho, las inversiones europeas en turismo son la mayor industria de la economía cubana. La pandemia anestesió al turismo y la consecuencia inmediata fue una crisis aún más grave de la economía en Cuba. El embargo solo existe parcialmente para las empresas norteamericanas. Punto. Por eso, hablar del embargo como la razón de las protestas cubanas atrasa el pensamiento o lo paraliza en las ideas y dimensiones de hace medio siglo.

No es casual, entonces, que la Argentina haya quedado otra vez aislada de sus socios del Mercosur, que, con mayor o menor énfasis, protestaron por la represión del gobierno cubano y apoyaron los reclamos sociales. El Mercosur es una síntesis perfecta del aislamiento argentino. La Argentina sola frente a Brasil, Uruguay y Paraguay. ¿No es lo mismo que le sucede en todo el mundo? Pierde todas las votaciones importantes de la OEA, acompañada solo por Venezuela, Cuba y Nicaragua. Acaba de perder de mala manera la votación para elegir al nuevo presidente de la CAF (el banco de desarrollo de América latina). El gobierno de Alberto Fernández tenía un candidato, pero le ganó ampliamente el candidato del presidente colombiano Iván Duque. ¿Para que jugaron un partido perdidoso de antemano? Una buena política exterior evita esos papelones públicos. El zafarrancho con Cuba es solo el último episodio internacional de una larga saga errática y aventurera.Joaquín Morales Solá