El desafío de recrear lazos de confianza en sociedades fragmentadas
Nota extraída de La Naciónpor Sergio Berensztein
Vivimos en una era de hechos extraordinarios; la frase “para el enemigo, ni justicia” resume una dinámica maniquea donde el “vale todo” se impone y elimina cualquier vestigio de cultura democrática
El mundo observó conmocionado los acontecimientos en Brasilia el fin de semana pasado. Y no es sencillo por estos días sacudir a la opinión pública: vivimos en una era de hechos extraordinarios y recurrentes. “Cisnes negros eran los de antes”, cavilaba hace poco un juicioso colega. “Nos enfrentamos a situaciones límite casi a diario”, agregaba. Esto no es lo peor: si bien las amenazas externas siguen siendo motivo de profunda preocupación (sobre todo luego de la invasión de Rusia a Ucrania), en numerosos casos los principales conflictos son de naturaleza doméstica. Hace tiempo que las divisiones internas dominan la agenda en la mayoría de los países, donde se verifican confrontaciones de distinta índole que tienden a convertirse en guerras culturales e ideológicas extremas, potenciadas por liderazgos que son expresión de esas discrepancias preexistentes y a la vez las catalizan.
¿Pueden convivir de manera civilizada en un mismo espacio geográfico grupos sociodemográficamente muy significativos que registran semejante nivel de antagonismo? En la práctica las que participan políticamente, “militan” en las redes sociales o se movilizan en las calles son minorías que a menudo se autoadjudican la representación del “pueblo”, se sienten empoderadas y consideran que llevan a cabo una misión patriótica: pretenden así imponer preferencias o temas en la agenda pública, por lo general impugnando o ignorando las reglas del juego formales (las instituciones). Es un error desconocer in toto la legitimidad de este tipo de reclamos. ¿Hasta dónde llega el derecho a la protesta? ¿Es lícito usar la violencia cuando se están violando derechos fundamentales? ¿Dónde se encuentra el límite –y quién lo fija– entre una demanda que constituye una expresión auténtica de un problema desatendido y debe ser escuchada con respeto y tolerancia y entre, por el contrario, actitudes que deben ser ignoradas, disuadidas o incluso reprimidas?
Más: ¿cómo se mantienen o se regeneran lazos de convivencia luego de experimentar períodos de agudas luchas intestinas? ¿Cuándo están dispuestos los protagonistas de una confrontación determinada a interrumpir la dinámica inercial y retomar niveles de interacción genuinos y compatibles con los mecanismos de la democracia moderna? ¿De qué manera práctica y probada puede reconstruirse la confianza entre actores que se detestan y mantienen diferencias irreconciliables, pero están obligados a convivir por las circunstancias?
Los conflictos son inherentes e inevitables en todas las sociedades. Disputas de distinta naturaleza (algunas históricas y con profundas raíces, otras más recientes, pero no por eso menos pasionales) constituyen la trama a partir de la que discurren los procesos políticos con una sucesión de acontecimientos de distintas características y gravedad que pueden potenciarse, estabilizarse y hasta diluirse en función de la existencia y la eficacia de mecanismos formales e informales diseñados en teoría para contener, influenciar o moldear los comportamientos de los actores sociales. En línea con lo que sostenía Winston Churchill, nada mejor que la democracia, aun con sus notables imperfecciones, para procesar, ordenar y dentro de lo posible disuadir estas situaciones. Al menos, los reclamos y las demandas salen a la luz y no son acalladas y reprimidas como ocurre en los autoritarismos.
El ataque a los edificios gubernamentales en Brasil se agrega a una extensa lista reciente de eventos que nos hablan de una polarización extrema. Se trata de un fenómeno que se extiende a lo largo de todo el mundo, que no es una novedad y que hasta muestra antecedentes históricos mucho más preocupantes, como la ola totalitaria que irrumpió en el período de entreguerras en el siglo pasado y que explica fenómenos disímiles y complejos como el comunismo, el fascismo, el nazismo, el franquismo en España y el populismo militarista, de izquierda y de derecha, en nuestra región. Lo interesante es que todos tienen en común un rechazo ontológico y cabal a las reglas y al espíritu de la democracia formal. ¿Sobreviven algunas de esas ideas y disvalores en los movimientos contemporáneos? ¿O se trata de un magma original, fruto de transformaciones económicas, políticas y sociales recientes, entre ellas la globalización, los cambios tecnológicos y las exageraciones de la cultura woke (progre)? Algunos argumentan que, si bien ya se registraban crecientes umbrales de polarización en la década de 1990, lo que frenó la ola de democratización que impulsó Occidente luego del triunfo en la Segunda Guerra Mundial fue el ataque a las Torres Gemelas en 2001: la seguridad internacional y la amenaza terrorista desplazaron otras prioridades. Para peor, la crisis financiera internacional profundizó el malestar de amplios sectores de las viejas clases medias, lo cual nutrió los embates que, por izquierda y por derecha, experimentó el orden liberal global.
A río revuelto, ganancia de pescadores: hemos visto una generación de líderes que, para constituir una base de poder electoral y potenciar sus perspectivas, capitalizan ese enojo ahondando las grietas. Brasil remite al asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, a las revueltas de Chile en la primavera de 2019 y hasta al asedio con piedras del Congreso argentino a finales de 2017. Y a otros tantos episodios en la región y en el mundo que, tal vez con menor gravedad relativa, exponen que más allá de los problemas objetivos, siempre puede haber intentos de sacar rédito político.
Si bien hay algunas (pocas) reconciliaciones exitosas (Estados Unidos luego de su Guerra Civil; la Argentina luego de 1860; el proceso de paz en Irlanda del Norte; la Sudáfrica de Mandela) y múltiples experiencias de diálogos democráticos para solucionar disputas territoriales, ambientales o culturales, en los últimos tiempos los intentos de moderar la dinámica conflictiva doméstica fracasan, en especial en nuestro país. Es evidente que sabemos cómo comienzan las olas de polarización, pero no cómo terminan. Así, parecen tomar una autonomía relativa que dispara comportamientos impredecibles en los múltiples actores involucrados que, en nombre de la defensa de valores, derechos individuales o incluso de la libertad y la democracia, pueden apelar a la resistencia civil o a la violencia. Es tal el nivel de desconfianza entre las partes que se sospecha siempre lo peor del otro. Esto invade como una nube tóxica a grupos, coaliciones o partidos, dentro de los que se reproducen estas dinámicas de confrontación (como puso de manifiesto la reciente elección del titular de la Cámara de Representantes en Estados Unidos), acelerando la lógica de fragmentación que entorpece cualquier intento de revertir la situación.
La verosimilitud de la información suele estar en el centro de las polémicas: en un contexto de disolución total de capital social, todo será puesto en duda. Comenzando por la transparencia de los procesos electorales o la utilización de agencias o recursos del Estado para beneficio de una fuerza o dirigente político en particular. La frase “para el enemigo, ni justicia” resume esta dinámica maniquea donde el “vale todo” se impone y elimina cualquier vestigio de cultura democrática.
Si pretendemos que sobreviva la democracia, necesitamos una nueva teoría que nos ayude a pensar y resolver este penoso fenómeno. Continuar con las prácticas que han predominado hasta ahora solo agrandará el problema.