Nota extraída de La Nación por Martín Rodríguez Yebra
El deterioro de la economía y los casos de represión policial reviven las internas del Frente de Todos; impotencia, renuncias, cambios y la crisis del relato
Cuando el jueves aterrizó en El Calafate en un avión oficial, Cristina Kirchner constató que el Frente de Todos ha vuelto a su estado natural. Una ministra había dado un portazo, indignada con el desalojo de las usurpaciones mapuches en la Patagonia. La policía de “su” gobierno bonaerense llenaba de balas de goma y gases un estadio desbordado con absoluta indiferencia por la tragedia que pudo provocar. Los rencores internos se ventilan otra vez a cielo abierto ante la ausencia de una autoridad capaz de moderar el ímpetu autodestructivo.
A ritmo de vértigo se cierra el paréntesis de solidaridad peronista que sucedió a la acusación fiscal contra la vicepresidenta en el juicio por el caso Vialidad y el posterior atentado del que fue víctima en Recoleta. Al cabo de un giro de 360 grados el kirchnerismo vuelve a mirarse en el espejo ingrato de la adversidad. Pero nunca se vuelve al mismo lugar: le toca asumir no solo el ajuste económico sino también la represión policial ordenada por los propios.
“A Cristina se le acaba la paciencia”, retrata un dirigente que habló con la vicepresidenta en las últimas horas. El drama del momento lo agrava la carencia de un chivo expiatorio, como alguna vez fue Martín Guzmán con sus políticas de ordenamiento fiscal.
El cambio de gabinete que cocina Alberto Fernández es producto de las urgencias, más que una jugada meditada para fortalecer la gestión. La presiones internas hacen que nadie esté cómodo en su silla.
Todo es efímero. El kirchnerismo se comprometió a no boicotear el plan de austeridad que propuso hace dos meses Sergio Massa para eludir un accidente macroeconómico grave. Superado el pánico inicial se le empieza a hacer insoportable el calendario de sacrificios que tiene por delante y que amenaza con provocar una sangría de votos a izquierda y derecha el año próximo. “Massa nos sacó de la terapia intensiva en que nos dejó Guzmán. Ahora a partir de esa recuperación tenemos que tomar medidas que traigan alivio al pueblo”, reclamó el ministro camporista Andrés Larroque, en un mensaje que fuentes del oficialismo escucharon casi calcado en boca de la vicepresidenta.
La presión sobre Massa la inició Cristina cuando planteó que debe hacer algo para limitar los márgenes de ganancias de las empresas alimenticias y limitar así la escalada inflacionaria que desangra los ingresos de toda la población, pero sobre todo de los sectores vulnerables que el kirchnerismo se propone tutelar.
“El Estado tiene que intervenir”, insisten en La Cámpora. Las versiones de un programa que incluya un congelamiento de precios florecen en medio de los intentos del equipo económico de transmitir mensajes de racionalidad. La prioridad pasa por evitar una devaluación brusca, pero la facción principal del oficialismo reclama medicinas que acercan el riesgo de sufrirla.
Bajar la inflación cuanto antes es “un imperativo” del kirchnerismo al ministro, a quien de todos modos se preocupan por no acusar directamente. Los 5000 millones de dólares que consiguió con la cotización especial para los productores de soja son un gol que debe gritar en silencio, como un delantero que le marca a su club anterior. Máximo Kirchner mantiene su apoyo a Massa, pero necesitó expresar que está cerca de intoxicarse con la dieta de sapos cuando dijo aquello de que “las cerealeras nos pusieron de rodillas”.
La promesa de un bono social ligado a la recaudación del dólar soja se demora. Juan Grabois retomó la amenaza de alejarse del Frente de Todos -casi un tuit fijado- si no hay novedades al respecto en la semana que empieza. Los dirigentes piqueteres alertan que se puede venir un fin de año caliente a menos que haya una reacción de asistencialismo.
El próximo blanco
El hervidero del oficialismo queda retratado en la discusión del presupuesto en la Cámara de Diputados. La pasó mal el ministro de Trabajo, Claudio Moroni, a quien La Cámpora subió al primer puesto de la lista de funcionarios prescindibles. Su admisión de que “es muy difícil” que los salarios crezcan en términos reales con estos niveles de inflación enardeció a Máximo Kirchner. Preventivamente, el hijo de la vicepresidenta había vaciado de sus diputados la reunión de comisión donde iba a ocurrir la exposición.
La obsesión con echarlo creció después del conflicto con el gremio de los empleados de la industria del neumático. A Moroni lo acusan de haberse puesto del lado de los empresarios y de haber dormido durante meses una situación que se pudo haber resuelto lejos de la atención pública. Walter Correa, el sindicalista kirchnerista que ascendió a ministro de Trabajo bonaerense, lo atacó sin eufemismos con una cita de Cristina: “El Estado debe conducir al capital”.
Correa, Máximo Kirchner y Pablo Moyano arman una de las marchas del 17 de octubre, en la que se gesta un reclamo de medidas populares que difícilmente pueda presentarse como un apoyo al Gobierno. Moroni, uno de los últimos hombres de Alberto Fernández en el Gabinete, es casi seguro que ya no estará en funciones en esa fecha. Tenía hasta el viernes el apoyo incondicional del Presidente. Acorde con los antecedentes, todo indica que no resistirá la inminente renovación del gabinete nacional.
La escaramuza laboral puede repercutir en el frente principal: el Ministerio de Economía. El impulso en el oficialismo a las paritarias que superen el 100% anual complica cualquier intento de bajar las expectativas inflacionarias. Así el camino a las elecciones se convierte en un pantano, en especial si se contemplan dos variables críticas: la amenaza de una recesión global con impacto en el país y la sequía en la región pampeana que afecta la proyección de entrada de dólares a partir del otoño de 2023. El FMI habló de “riesgos muy elevados” de cara al año que viene en el informe que acompañó la aprobación del último desembolso del acuerdo con la Argentina.
La imaginación oficialista juguetea ahora no solo con la suspensión de las PASO sino con ideas más extremas, como adelantar el calendario electoral para que se vote antes de que los estragos de la crisis sean inocultables.
Canto a la impotencia
Rige en el gobierno de Fernández una suerte de épica de la impotencia, que consiste en describir los problemas y señalar a los culpables de que nada pueda resolverse. Es el refugio confortable de Alberto, para quien la acción suele desatar movimientos impredecibles que desequilibran la coalición peronista. El resultado es un Gabinete de satélites que orbitan a la deriva, sin una estrella que los guíe. Cada tanto chocan, como ocurre estos días.
Pocas veces resultó tan evidente como esta semana cuando el Gobierno irrumpió en los terrenos usurpados por activistas indigenistas en la Patagonia. Los líderes de las tomas escaparon sin mayores inconvenientes. La detención de un grupo de mujeres y su posterior traslado al penal de Ezeiza reavivó la crisis de gobierno.
Cristina y La Cámpora asumieron en silencio los operativos que comandó Aníbal Fernández. La incomodidad ideológica del kirchnerismo quedó al desnudo con la renuncia abrupta de Elizabeth Gómez Alcorta, una ministra que fue abogada del prófugo Facundo Jones Huala y de Milagro Sala. El Presidente -que la consideraba tropa propia- intentó en vano retenerla en una charla en Olivos que ocurrió cuando tenía que salir hacia Escobar para asistir a una proyección de “Argentina, 1985″ con alumnos secundarios.
Gracias a la urgencia cinéfila logró retrasar una noche la confirmación de la salida, que siguió la curiosa tradición epistolar de los funcionarios que abandonan el barco albertista. Gómez Alcorta se permitió incluso descubrir -dos años y medio después de su asunción- que era casi la única mujer en un gabinete con tantos ministres.
Acción y reacción: ahora hay sectores del oficialismo que empujan por remover a Aníbal Fernández, que viene de sobrevivir a las fallas de la custodia vicepresidencial en el episodio de Recoleta.
Otro escándalo diluyó el impacto de la salida de Gómez Alcorta. La represión en La Plata durante Gimnasia-Boca dejó sin coartadas semánticas al kirchnerismo duro. En el gobierno que asumen como indiscutiblemente propio, la policía disparó y tiró gases de manera cruenta contra los asistentes y estuvo a punto de convertir el estadio del Bosque en el escenario de una tragedia. Un hombre de 57 años murió de un infarto.
Sergio Berni ejecutó el papel que le asignó Cristina en 2019: ser el escudo de Kicillof ante la crisis de seguridad bonaerense. Esta vez el truco salió mal. Quiso culpar al club sin reprochar la acción temeraria de la fuerza que él conduce políticamente. Las escenas que mostró la televisión dejaron en ridículo sus palabras.
“Cristina estaba furiosa. Dimos la peor imagen. Ella pidió actuar contra los responsables”, dice una fuente del kirchnerismo bonaerense. El castigo, por el momento, se cortó en el comisario a cargo del operativo y un puñado de agentes. En medio de una avalancha de fuego amigo, el ministro depende ahora únicamente del veredicto de Cristina.
La Cámpora se mordió la lengua durante una noche entera, pero no pudo prolongar el disimulo: “Repudiamos la violencia y la represión de la policía bonaerense”, escribió la agrupación, en un texto escueto que pasó la supervisión de Máximo Kirchner. Tuvieron la delicadeza de no decir “la policía de Kicillof”, aunque algunos en La Plata vieron en la reacción una forma de diferenciarse de un gobernador a quien nunca consideraron parte de su cofradía.
También se abstuvieron de las habituales comparaciones con la dictadura, a diferencia del día en que “la policía de Larreta” puso vallas alrededor de la casa de Cristina Kirchner y empapó con agua potable a los pibes que se juntaron para la liberación.
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