Nota extraída de the Post por Carlos Mira
Si hay un terreno en donde las dotes de Cristina Fernández de Kirchner no se discuten, es en el de la ignorancia: allí reina sin que nadie le haga sombra.
Ha desplegado sus insignes burradas en varios campos del saber, entre ellos el idiomático, el histórico, el del Derecho, el de la diplomacia…
Pero si hay un campo en el que resplandece aún con más brillo es en el económico: allí sí que despliega sus sandeces con una llamativa enjundia a la que no se animan ni siquiera los verdaderos genios de la materia.
En un reciente comentario, la vicepresidente hizo gala de esa atroz ceguera diciendo que “hay un selecto grupo de argentinos que tienen casi un PBI afuera en dólares. Si todo eso estuviera declarado, serían monumentales los ingresos fiscales”.
La verdad que cuando uno se encuentra con esta invitación al destrozo no sabe por dónde empezar.
En primer lugar, la completa escisión mental que tiene la señora entre el problema que ella describe y la causa que lo provoca confirma una ignorancia adicional: Fernández no tiene la más pálida idea de cómo funciona la naturaleza humana frente a lo que se llaman premios y castigos.
Es tal la ceguera que le produce su odio y su deseo de profundizar el resentimiento entre argentinos (trasmitiendo la errónea imagen de que hay un conjunto de malvados que en la exclusiva y egoísta persecución de su ganancia material ignoran no sólo la empatía con otros argentinos sino también el cumplimiento de la ley) que esquiva por completo la atención que debería dedicarle a saber por qué la gente huye de la Argentina (porque sacar los ahorros propios es la forma más común de irse del país).
Y si se entra en ese terreno no hay dudas sobre la respuesta: son las políticas del peronismo y del kirchnerismo en general y de las suyas en particular lo que hace que miles de personas de todas las extracciones (no justamente un “grupo selecto”) saquen sus dineros de la Argentina.
Volviendo a la cuestión de los premios y los castigos: la gente tiende a quedarse donde la premian y a salir o huir de donde la castigan. Hasta casi un burro podría entenderlo.
En segundo lugar, no puede dejarse de lado algo que resulta particularmente llamativo: la insoportable insistencia en el atraco como forma de hacerse de recursos. La señora no concibe otra forma de generar ingresos públicos como no sea el ir a robárselos a quien los genera.
Estamos de acuerdo en que el Estado (que es un parásito por definición) no tiene otra forma de generar ingresos si no es sacándoselos al sector productivo.
Pero no advertir el nivel de asfixia al que el sector público ha sometido al privado con sus confiscatorias exacciones que han producido la miseria que hoy impera en la Argentina e insistir en que el camino a recorrer es más exacción y más robo, es tener un grado de obcecación tal que es el que, justamente, se observa en los ignorantes.
Si una mínima noción de racionalidad o conocimiento económico hubiera en ese cerebro plano que solo brilla para hacer daño, es obvio que debió haber tenido una mención al gasto, al despilfarro y a la corrupción, causas centrales del déficit que hace que ningún recurso fiscal alcance.
Que frente a esa obviedad la señora insista con exprimir los bolsillos de los argentinos es una confirmación más de que adscribe a la fórmula de los parásitos que viven de lo que destruyen y mueren cuando no queda nada más por destruir.
En tercer lugar, y esto ya en un terreno personal, que la señora Fernández se atreva a hablar de gente que tiene sumas millonarias en dólares resulta francamente repugnante.
Acaba de ser condenada por robarle a los argentinos -en uno solo de los casos investigados- más de 1000 millones de dólares que nadie sabe dónde están (y que desde ya no tributaron un solo centavo al fisco); tiene propiedades millonarias en el sur que tampoco nadie sabe cómo se construyeron y qué patrimonio lícito las avala; en una sola caja de seguridad, su hija, que nunca trabajó, tenía 6 millones de dólares en efectivo; su marido mandó crear, de la mano de un testaferro, una empresa fantasma 12 días antes de asumir la presidencia, a la que luego le derivó prácticamente toda la obra pública de Santa Cruz, y aún así habla desde una alta torre con la soberbia de los inmaculados: otra clara señal de la sombría ignorancia que invade cada poro de su cuerpo.
Pero no se detuvo allí. Como dando una clase, dijo que los precios son el resultado de la suma de los costos de producción más lo que los empresarios cargan por utilidad.
Roberto Cachanosky la atendió con fina elegancia en Instagram. Roberto publicó una foto de “Salvatore Mundi” el célebre cuadro renacentista atribuido en todo o en parte a Leonardo Da Vinci.
El cuadro fue vendido en una reciente subasta de Christie ‘s en 450 millones de dólares.
Entonces, el gran “Cacha” le preguntó retóricamente a la señora si ella creía que Leonardo había gastado tanto dinero en pinceles, pinturas, telas y otros elementos como para que el cuadro valga hoy semejante dineral… Roberto la mandó al rincón con el bonete de burra.
La teoría subjetiva del valor y la teoría de los precios relativos tienen siglos de vigencia. Para mejor decir: estuvieron vigentes siempre (porque son como la ley de gravedad) solo que el hombre logró desentrañar su lógica con completa certidumbre hace unos 500 años; suficientes, de todos modos, como para que la vicepresidente se hubiera familiarizado con ellas.
Pero si su aversión a los libros llega a tal grado de no tener voluntad de leer nada, podría ver sin ir más lejos lo que ocurre en el simple mercado de pases de jugadores de fútbol, donde, un club podrá valuar a su número 10 con la cifra millonaria en dólares que le plazca, pero si no aparece un interesado del otro lado que esté dispuesto a pagarla, pues el jugador no “vale” lo que su club pide.
El precio es un número mágico en el que coinciden comprador y vendedor, dentro de un marco de competencia más o menos abierta.
Cuando el Estado se mete en ese mecanismo de relojería todo se distorsiona y la gente anda a tientas sin el sistema de señales que le permite tomar decisiones.
Ignorantes como Kirchner, desde una soberbia insoportable, creen que pueden meter mano allí sin que se produzcan consecuencias. La miseria de la Argentina y el increíble viaje del país desde el desarrollo a la pobreza, obviamente, prueban todo lo contrario.
Pero es inútil: no hay peor combinación que la ignorancia de un burro vestida con las ropas de un sabio. Esa es la mejor definición de Cristina Fernández de Kirchner: opina todo el tiempo de casi todo con una altanería insufrible cuando en realidad, casi en cualquier materia pero en especial en la económica, no distingue un tornillo de una pipa.
Miles de ignorantes más ignorantes aún que ella (porque ni siquiera pueden comprender cómo los manipula) la escuchan embelesados y le festejan cualquier burrada.
No hay que investigar mucho para saber cómo iba a terminar un país en donde una franja social electoralmente decisiva padece de una ignorancia atroz y le cree a otro conjunto de burros iguales que ellos y que solo se diferencian porque ni siquiera tienen los escrúpulos morales que harían falta para no embaucar a los pobres infelices que les permiten seguir siendo millonarios e impunes.