Dos máximas guían los pasos del Presidente en estos días. Primera, mejor pelearse con un don nadie, a que nadie te de bolilla. Segunda, si ya no podés desm
Alberto Fernández está en una batalla despiadada contra la intrascendencia, el repudio público y el olvido. Y la viene perdiendo.
Entiende muy bien que entre Cristina y Massa ni siquiera es el jamón del sándwich. Se ha vuelto la nada misma. Hace meses que nadie lo consulta por ninguna decisión importante que haya que tomar, en la gestión que aún se ejerce en su nombre. Los ministros se le van y le cuesta conseguir reemplazos. Tiene la agenda en blanco y llegó al fondo de la tabla en las encuestas, superando los porcentajes de rechazo descomunales nada menos que de Máximo Kirchner y Nicolás del Caño. Si no participó de ninguno de los varios actos por el 17 de octubre, organizados por las distintas facciones en que se está descomponiendo el oficialismo, fue porque a ninguno fue invitado, así que tuvo que organizar de apuro una inauguración para salir ese día al menos en una foto y decir unas palabras de ocasión, que pocos registraron.
En esa situación es ganancia que alguien, cualquiera, te de bolilla. Y más todavía llamar la atención con una pelea, por más ridícula ella que sea.
Así que cuando le ofreció la oportunidad un ignoto participante de Gran Hermano, también él desesperado por figurar y ser escuchado, tener al menos los 15 minutos de fama asociadas a esa función, el presidente no la dejó pasar. No le importó quedar en ridículo, ni rebajar su investidura a los subsuelos del barro mediático, si lograba que al menos por un rato los medios se volvieran a ocupar de él. Gabriela Cerruti exageró bastante cuando quiso dar clases de comunicación política para justificar la absurda polémica, pero al menos una máxima del oficio ella y su jefe respetaron: es mejor que hablen mal de vos a que no hablen en lo más mínimo.
Más todavía si tu contrincante tiene 20 puntos de rating y vos con suerte una décima parte de eso, porque la gente cambia de canal apenas aparecés. Y mejor si la disputa giraría en torno a una cuestión que ya desde hace un tiempo Alberto viene señalando como la última trinchera de su virtud cívica, el refugio de su amor propio al que no piensa renunciar, su autoproclamada decencia.
El presidente se vanagloria de nunca haber sido acusado de corrupción. Lo destacó días atrás, para ponerse por encima de Mauricio Macri y, sobre todo, de Cristina Kirchner en el Coloquio de IDEA. Sostuvo enfáticamente allí, ante un auditorio poblado de grandes empresarios, que él nunca los había extorsionado, espiado ni exigido coimas. El planteo debió ser muy mal recibido en el kirchnerismo, y despertó poco entusiasmo en la audiencia, pero seguramente eso lo daba por descontado, y lo que le interesaba era cultivar su marca, un perfil propio contra el progresivo y aparantemente irreversible desdibujamiento que viene sufriendo: la idea de que algo bueno tuvo su gestión, habrá sido un fracaso en muchas áreas, pero “al menos él no robó”.
La réplica de Alberto a Alfa, en clave maradoniana, ´el presidente es una persona honesta´, sigue la misma línea. Y anticipa la que tal vez sea su última batalla, su intención de recrear al menos una acotada y precaria confianza en su desempeño, para no irse tan mal de la Rosada como todo pinta que va a suceder y adelantan, incluso sus propios compañeros.
Claro que él debe saber que lucha contra la corriente también en este terreno. En primer lugar porque a los propios, al kirchnerismo en particular y más en general a todo el peronismo, esa batalla por la honestidad presidencial les importa un rábano. O peor, les incomoda y resulta inconveniente. ¿Qué deben entender los votantes, que Alberto es la mosca blanca, que no metió la mano en la lata pese a estar en un gobierno poblado de ladrones?, ¿le tienen que permitir que venga ahora así a censurar y distinguirse de sus compinches, simplemente porque no está en condiciones de apelar al más clásico y honesto ´robé pero hice´? Algo por el estilo ya intentó Gustavo Béliz durante el menemismo y mucho no le funcionó. A Alberto le va a funcionar aún menos para evitar volverse el cabeza de turco que el peronismo y el kirchnerismo unánimemente ya han seleccionado y están señalando, para que los votantes los disculpen de una gestión de terror.
Menos todavía va a encontrar eco el presidente entre los opositores y quienes están más enojados con su gobierno. Entre otras cosas porque si en algo invirtió esfuerzos sistemáticos esta gestión ha sido en sepultar toda investigación sobre corrupción, eliminar del Estado todo mecanismo de control y perseguir a los funcionarios judiciales y burocráticos que tuvieran un mínimo compromiso con la transparencia y la decencia. Lo hizo en la Justicia, en la Procuración, en la AFIP, en la AFI y en cuanto organismo quedó a su alcance. Por eso aún en medio de la crisis económica y social, la corrupción está entre las primeras preocupaciones de una buena parte de la opinión pública.
También porque, si bien durante su administración no hubo escándalos de escala comparable a los de Néstor y Cristina, los que hubo fueron muy reveladores de la deshonestidad presidencial: serán imborrables las fiestas en Olivos y sus patéticos esfuerzos por ocultarlas, minimizarlas y cuando todo lo demás falló, echarle la culpa a su pareja, o el favoritismo con algunos de sus ex empleadores, como Cristobal López, el vacunatorio vip y, por encima de todo, la práctica sistemática de la mentira. Hasta en cuestiones absurdas y que lo autoinculparon involuntaria e innecesariamente, como cuando mezcló el supuesto suicidio de Nismann con la suerte que espera, él dijo que teme, para el fiscal Luciani.
Pero además porque ese fue el comportamiento de Alberto no solo ahora como presidente, sino cada vez que estuvo en la función pública. Cambiar las versiones de los hechos según la conveniencia del momento fue siempre para él una práctica habitual, en particular cuando se trató de delitos contra el erario público, que parece no asociar con ningún problema de honestidad ni decencia.
Desde sus primeros pasos en la política nacional, cuando fue puesto por Menem al frente de la Superintendencia de Seguros, gestionó la etapa de mayor corrupción de ese organismo, y cuando se fue del cargo se presentó como denunciante de los desfalcos que por seis años se habían multiplicado bajo su atenta supervisión. Y es cierto que logró también entonces no ser acusado formalmente de corrupción. Porque lo protegieron los jueces menemistas de la servilleta, y porque sus denunciantes, el cavallista Roberto Guzmán y el periodista de Página 12 Julio Nudler, tuvieron la mala suerte de morir en el espacio de pocos meses. Con Nudler el ahora presidente fue particularmente eficaz: logró que los directivos de Página 12 no le publicaran más sus columnas y que el colectivo de periodistas progresistas y populares lo aislara por conspirar contra el gobierno también muy progresista y popular de Néstor, Cristina y él mismo, hasta que el cáncer terminó de consumirlo.
Eso es lo que vale la honestidad y decencia para nuestro actual mandatario y el problema principal que tiene es que se le nota demasiado.
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