Nota extraída de Clarín por Eduardo van der Kooy
La vicepresidenta no sólo comanda el embate contra el Poder Judicial. Condiciona el acuerdo con el FMI y el rumbo económico interno. Además, traza las líneas medulares de la política exterior.
La Argentina empezó a asistir en los últimos días a un blanqueo del poder. Ordenamiento y cierta transparencia del sistema que permitió a Alberto y Cristina Fernández destronar a Mauricio Macri. Fue una fenomenal ingeniería electoral. Respetó las formas de las jerarquías hasta bien entrado el 2020. La primera irrupción intempestiva de la vicepresidenta, con aquella carta donde denunció a los “funcionarios que no funcionan”, trazó un tiempo nuevo. Tal situación se visualiza ahora con el espejo retrovisor apuntado a octubre del año pasado. Cuando nació la primera epístola.
Sobrevinieron otras intervenciones de Cristina. Se interpretó siempre que estaban motorizadas por su disconformidad con la situación de sus causas de corrupción en la Justicia. Forzó a Alberto a entregar a su mano derecha, la ex ministra Marcela Losardo. Hay evidencias de que la ex presidenta progresa a paso raudo en la toma de la administración. Los ministros propios no lo ilustran de manera acabada. Importan mucho más las líneas de acción política y de pensamiento que impone en el Gobierno.
El desbalance en la cima del poder se produciría así de modo lógico. Porque el Presidente ha dejado de tener en la escena pública criterios propios. En otro tiempo de su vida política se hubiera retraído ante el avance de Cristina contra la Justicia. Ahora lo hace suyo. La semana pasada confesó al titular del Banco Mundial, David Malpass, la voluntad de su Gobierno de “honrar las deudas” y ordenar la macroeconomía. Tuvo la mala fortuna que, en simultáneo, durante un acto con tono de campaña en plena recordación de la tragedia del 76, Cristina comunicó que no hay plata para pagar la enorme deuda al Fondo Monetario Internacional. En realidad, no se trata solo de mala suerte: representa el desorden estructural que impera en el Gobierno.
La decisión de congelar las negociaciones con el FMI posee múltiples significados. No atañe sólo al rumbo de la economía. Tampoco, a la intemperie que habrá sentido el ministro Martín Guzmán, durante su gira por Nueva York y Washington, donde se entrevistó con la titular del organismo, Kristalina Georgieva. Esconde un sentido estratégico de la política exterior y, en particular, de las relaciones posibles con Estados Unidos.
El Presidente se entusiasmó con la victoria del demócrata Joe Biden sobre Donald Trump. Fue el primer mandatario de América latina en reconocer su victoria y en saludarlo cuando asumió. No existió el mismo entusiasmo en el Instituto Patria. Cristina no comulga con los republicanos. Pero durante su segundo mandato también tuvo una traumática relación con Barack Obama. Según la visión K, existen intereses permanentes de unos y de otros que no encajarían con el reordenamiento mundial ni con la esperanza de un regreso progresista en la región.
Cristina incursionó incluso los últimos días en un asunto que le agrada nada. En aquel mismo acto, donde reunió únicamente al kirchnerismo rancio de Buenos Aires, sobrevoló la pandemia. Dijo que gracias a la política exterior multilateral se habían conseguido las vacunas de Rusia y de China. ¿Sería esa su concepción de multilateralismo?. Puede comprenderse entonces su desagrado cuando el ex ministro Ginés González Garcia firmó el acuerdo con el laboratorio británico-sueco AstraZeneca para la producción de la vacuna de Oxford. En esos mismos pliegues podrían descubrirse las trabas, nunca aclaradas por el Gobierno, para cerrar trato con Pfizer-Biontech, empresa estadounidense con aporte de Alemania.
Si se contabilizaran otros detalles, el paisaje estaría completo. La vicepresidenta reservó para embajadores de su confianza las sedes diplomáticas en Moscú y Beijing. Hizo lo mismo, por supuesto, con las de Caracas y La Habana. Tolera aún a Jorge Argüello en Washington, porque es funcionario designado por el Presidente. Perteneciente a su histórica cofradía. Aunque nunca puede olvidar que alguna vez integró la lista de candidatos a diputados porteños del macrismo.
Alberto siempre consideró clave la relación con Estados Unidos. También, la inversión privada para dinamizar la economía. Tal vez, fue otro Alberto. Como jefe de Gabinete maniobró en dos instancias complicadas de la relación bilateral. Una fue en 2005, luego de la Cumbre Iberoamericana de Mar del Plata, por una fricción (el rechazo al ALCA) entre Néstor Kirchner y George Bush. La otra en 2007 por la famosa valija con 800 mil dólares que el empresario venezolano-estadounidense, Guido Antonini Wilson, intentó ingresar subrepticiamente al país. Resultó decomisada. Un fiscal de Miami había asegurado que el dinero estaba destinado a la campaña electoral del kirchnerismo. Cristina estalló.
En ambos casos, Alberto desenredó los conflictos frecuentando al embajador estadounidense, Anthony Wayne. Sus oficios derivaron en milagro. Una audiencia que Cristina en 2008 concedió al diplomático. Allí se aclararon los tantos: Wayne dijo que el interés de EE.UU. era saber qué hacían los empresarios venezolanos con el dinero en su país. No en otros.
De esa época le quedaron al Presidente contactos que nunca dejó olvidar. El republicano Elliot Abrams , subsecretario para Asuntos Interamericanos con Ronald Reagan. Además Thomas Shannon, demócrata que trabajó con Bush (h) y con Obama. Con uno de ellos dialogó no bien asumió la Presidencia. Fue para conocer cómo vería Washington la salida del país del Grupo de Lima. Prefirió permanecer.
La semana pasada el Gobierno, luego de diez meses de aquellas consultas, resolvió apartar a la Argentina de un Grupo que nació en tiempos de Macri para intentar hallarle una salida al régimen de Nicolás Maduro. La Cancillería estimó que toda la búsqueda de soluciones había fracasado. El Presidente parece empeñado en concederle ese papel al Grupo de Puebla, un conglomerado surgido en 2019 con dirigentes progresistas de 12 países y dos presidentes. Además de Alberto figura Andrés Manuel López Obrador. Pero el mexicano está enfocado en otras cosas. La pandemia y el ordenamiento de vínculos con Biden, después de las relaciones casi carnales sostenidas con Trump.
El mandatario demócrata fue claro desde su llegada a la Casa Blanca. Considera a Venezuela una dictadura. Tras la renuncia argentina al Grupo de Lima reiteró que el caso venezolano requiere una salida negociada con elecciones justas y libres. Instó a fortalecer la coordinación con sus socios internacionales. Alberto viene empujando una acción mediadora junto a López Obrador y el papa Francisco. Biden tendría otros planes. Una acción diplomática en ciernes con el auspicio, al menos, de tres de las principales naciones de la Unión Europea.
La postura del Gobierno ante el régimen de Maduro es impuesta por Cristina y el kirchnerismo. Soslaya temas de alta sensibilidad, como las violaciones a los derechos humanos. Desaira los informes de las Naciones Unidas, cuya delegada para el tema es la ex presidenta de Chile, Michelle Bachelet. El primer trabajo del 2021, divulgado este mes, relata el asesinato de más de 200 personas de parte de fuerzas policiales.
El caso Venezuela tiene correlato en otras movidas de la política exterior que afloran menores. Aunque tampoco escaparían al radar de Washington. Por ejemplo, el presidente del Banco de Desarrollo para América Latina (ex Corporación Andina de Fomento), el peruano Luis Carranza, debió renunciar un año antes de la finalización del mandato. A juicio suyo, por presión de los directores argentinos. Uno de ellos es el secretario de Asuntos Estratégicos del Gobierno, Gustavo Beliz, a quien adjudican la intención de quedarse con el cargo. Difícil.
Carranza cargaba con variados reproches. Pero el detonante fue su decisión de prescindir de una funcionaria que es la madre de uno de los hijos de Evo Morales. El Gobierno se terminó involucrando en la maniobra por solicitud del líder boliviano. El oficialismo está siempre atento a tender una mano a las fuerzas progresistas: lo hace también con Andrés Arauz, el delfín de Rafael Correa en Ecuador, que juega su suerte en la segunda vuelta del 11 de abril. Tal solidaridad y sumisión no se vislumbra con otros países de distinto color político. Se notó en la bravata con que Alberto cruzó a su colega de Uruguay, Luis Lacalle Pou.
Beliz plantó otro mojón durante su participación en la Asamblea Anual del BID. Desarrolló un mensaje de llamativa virulencia contra la administración actual. Hasta la calificó de vergonzosa. Está a cargo del cubano-estadounidense Mauricio Claver Carone, colocado por Trump, en contra de la mayoría de los países.
El rumbo del Gobierno parece comenzar a seguir el ritmo del año electoral. La distancia de Washington, el sostenimiento o la promoción de los regímenes progresistas, el endurecimiento ante los acreedores. Las culpas por el decadente estado del país sólo derramadas sobre la oposición. Nada que la Argentina no haya visto ni escuchado en la llamada “década ganada”.
El objetivo parece ser la consolidación de la clientela electoral. Ese tercio religioso que ilustra la última encuesta de Isonomía. La valoración favorable de la gestión económica de Alberto está hoy en los mismos niveles que el epílogo de Macri. Entre 29% y 33%. Suena a un milagro, con la pandemia de por medio.
La kirchnerización hizo desaparecer por ahora el diferencial que supo aportar Alberto para llegar a la Rosada. Los expertos oficialistas de las urnas confían en dos cosas: que la mejora económica –muy incierta– permita recuperar algo de eso; que el regreso público de Macri perturbe la construcción opositora. Una apuesta exageradamente al límite.
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7 octubre, 2024