Nota extraída de LaNaciòn por Carlos Pagni.
Desde que llegó a la Casa Rosada, Alberto Fernández adaptó su conducta a una premisa superior: mantener unida a la coalición que ganó las elecciones. Fue tan respetuoso de ese mandamiento que, por momentos, menoscabó la calidad de su gestión con tal de no provocar discordias en el Frente de Todos. Esa escala de valores se está volviendo cada vez más problemática. Sobre todo porque, a medida que se agravan los problemas económicos, queda al desnudo su carácter ilusorio. Para que una fuerza política se mantenga unida alrededor de un gobierno que fracasa hace falta un milagro. En especial cuando el líder no está en la presidencia. El oficialismo está sometido cada vez más a esa tensión. Hay un termómetro que indica el aumento de la fiebre: la creciente diferenciación de Sergio Massa.
En la última semana hubo tres episodios que desnudaron el problema ante el que está Fernández. Ayer ocurrió uno. Alicia Castro renunció a la embajada en Rusia en repudio a la política exterior del Gobierno. Castro criticaba con frecuencia a la Cancillería. Pero ayer rompió. El motivo era previsible. Federico Villegas, el embajador en la ONU, cumpliendo instrucciones de sus superiores, votó a favor de los informes que condenan los crímenes de lesa humanidad de la dictadura de Nicolás Maduro, que se trataron anteayer en la Comisión de Derechos Humanos, en Ginebra. Se trata de dos documentos. Uno fue elaborado en julio por la alta comisionada para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet. El otro, más duro todavía, se originó en el trabajo de una Misión de Reconocimiento de Hechos (FFM por su nombre en inglés: Fact Finding Mission). En este último se describe un plan para reprimir a la oposición y aterrorizar a la sociedad organizado por Maduro y sus ministros de Defensa e Interior. El reporte identifica 45 responsables de esos delitos. Esos detalles son gravísimos porque abren la puerta a un eventual proceso contra los jerarcas venezolanos en la Corte Internacional de Justicia.
Carlos Raimundi, el embajador ante la OEA, en contra de las órdenes recibidas, tomó distancia del informe de la FFM. Raimundi milita en el Frente Grande, uno de los integrantes del Frente de Todos. Castro se solidarizó con Raimundi. Y esperó al pronunciamiento de Villegas en la comisión para renunciar. Al hacerlo, activó una ola de disidencia. La conducción del Frente Grande, que ejerce Eduardo Sigal, rechazó la posición oficial. Hebe de Bonafini, siempre dramática, se declaró avergonzada por Felipe Solá y pidió perdón a Néstor Kirchner, a Hugo Chávez, a Maduro y al pueblo venezolano. «Le ahorró el trabajo al Presidente», ironizaron en el Instituto Patria. Para Bonafini, no fue un buen día: «Es tiempo de dar a nuestras Fuerzas Armadas el reconocimiento social que se merecen», dijo ayer el Presidente. Ya vendrán las aclaraciones sobre lo que quiso decir.
Estos rechazos desbarataron la estrategia con que Fernández venía disimulando el giro frente al régimen de Maduro. Él explicó a varios amigos que el Gobierno adhería al informe Bachelet, pero no al de la FFM. Llegó a contar los pormenores de una charla en la que la expresidenta de Chile criticó el trabajo de la FFM. Castro, Bonafini y Sigal no aceptaron la excusa. En realidad, es imposible discernir entre los dos documentos, porque lo que se votó fue una resolución que incluye a ambos. No hace falta aclarar la importancia del entredicho sobre Venezuela. La evaluación sobre el régimen de Maduro es una contraseña de alineamiento ideológico en toda la región. Un pormenor significativo: el mexicano Andrés Manuel López Obrador, con quien el Presidente iba a cambiar el mundo, se abstuvo en la votación de Ginebra.
El segundo caso que exhibe el desajuste entre la gestión de Fernández y el catecismo de la señora de Kirchner es la modificación de las retenciones agropecuarias anunciada por MartínGuzmán el jueves pasado. El ministro de Economía modificó el enfoque con que el presidente del Banco Central, Miguel Pesce, abordaba la caída de reservas. En vez de establecer más restricciones a la demanda, como hacía Pesce, Guzmán intentó estimular la oferta de divisas. Por eso bajó las retenciones a la soja de 33% a 30%. Y llevó las del aceite de soja del 33% al 27%. La primera medida parece inocua: los productores seguirán sin vender su mercadería mientras la brecha cambiaria sea superior a la reducción de la retención. Es decir: sigue siendo más negocio esperar a que una devaluación mejore el precio del producto.
Por eso el campo sigue irritado con el oficialismo. La manifestación más evidente del enojo fue el llamado de varias entidades a boicotear el Banco Credicoop en venganza por el impuesto a la riqueza ideado por Carlos Heller, su gerente general. La intolerancia que anima esa reacción es condenable. Tiene un aire de familia con aquellas presiones que ejercía Guillermo Moreno sobre los supermercados para que desistieran de anunciar en los diarios que criticaban al Gobierno. Por eso ese ataque al banco que dirige Heller fue repudiado por todos los bloques de la Cámara de Diputados.
La modificación de las retenciones al aceite es más llamativa. Beneficia a las grandes cerealeras, que muelen el grano y fabrican el producto. En realidad, Fernández restableció una ventaja que había eliminado Mauricio Macri. Las aceiteras, que son casi todas multinacionales (Cargill, Bunge, Nidera, Dreyfus), siempre se quejaron de la decisión de Macri. Alegaron que achicaba la rentabilidad hasta volver inviable la operación. Lo que parece increíble es que el kirchnerismo se haya hecho eco del reclamo. Aun cuando tiene entre los exportadores a amigos tan cercanos como el exsenador Roberto Urquía y su cuñado, Miguel Acevedo, el presidente de la UIA. Cuando Fernández invitó a varias cámaras empresarias para celebrar el 9 de julio, la vicepresidenta aconsejó, vía Twitter, una nota de Página 12 en la que Alfredo Zaiat advertía los supuestos peligros que anidan en una alianza con el sector exportador. Fernández acaba de rebelarse ante esa recomendación. Otorgó a las grandes cerealeras lo que les había quitado Macri. Para el mapa del «Patria», un mundo al revés.
La tercera diferencia se refirió a las relaciones con la Corte. La diputada y consejera de la Magistratura Vanesa Siley reactivó un pedido de juicio político contra el presidente del tribunal, Carlos Rosenkrantz. El juez acababa de impulsar el tratamiento del per saltum solicitado por los camaristas Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Germán Castelli. Siley pertenece a la pléyade de juristas acunados en Mercedes. Un grupo que encabeza el ministro del Interior y operador judicial que el Presidente no iba a tener, Eduardo «Wado» de Pedro; su medio hermano y representante del Ejecutivo en el Consejo, Gerónimo Ustarroz, y el trío Mahiques: papá Carlos, el procurador de Horacio Rodríguez Larreta; Juan Bautista, y el fiscal Ignacio.
Fernández intentó frenar la agresión a Rosenkrantz a través del legislador porteño Leandro Santoro, quien relativizó la importancia y, en especial, la oportunidad del ataque de Siley. Desde el Instituto Patria respondieron a Santoro con una voz autorizada: la de su exsuegro Leopoldo Moreau. El diputado radical-kirchnerista descalificó, con nombre y apellido, a todos los miembros de la Corte.
El problema de esta censura de Moreau no es que estimule un pronunciamiento adverso en el caso del traslado de los jueces. Del tribunal se ha vuelto hermético. Pero los antecedentes del problema, más algunos indicios apenas perceptibles, vaticinarían que la balanza comienza a inclinarse en contra del Gobierno. Hay otras incógnitas. ¿Qué derivaciones tendrá este fallo sobre el encuadramiento de los tribunales nacionales, es decir, la Justicia ordinaria, no federal? Es decisivo, porque supone una definición sobre el estatus institucional de la ciudad que se proyectará sobre el pleito por los recursos que le quitaron a Larreta. Otra incógnita: ¿la Corte resolverá el problema de los tres jueces o fijará criterios programáticos sobre el modo en que deben realizarse, o suprimirse, los traslados? La raíz del problema está en el Consejo de la Magistratura. En el Poder Judicial existen 988 cargos. 294 están vacantes. De esas vacantes, 45 dependen de un pronunciamiento del Senado; 116 esperan el nombramiento del Poder Ejecutivo, y 113 dependen de los 57 concursos que se tramitan en el Consejo.
El enojo que expresan Siley y Moreau es comprensible. La Corte podría estar anticipando la suerte de Cristina Kirchner en muchas causas sobre corrupción. El problema es que, para el Presidente, ese tribunal tiene otro significado. Es la instancia donde pueden fracasar innumerables iniciativas administrativas: desde la coparticipación porteña hasta la constitucionalidad del impuesto a la riqueza, pasando por el recorte a las jubilaciones o un hipotético aumento de tarifas. Dicho de otro modo: de la Corte depende, al fin y al cabo, cualquier acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Es una dificultad que a Moreau y a Siley parece tenerlos sin cuidado. Ellos miran la política por la cerradura de las pesadillas penales de su jefa.
La negociación con el Fondo Monetario, que comenzó ayer, es el ordenador de todos los conflictos oficiales. Hay un mundo soñado en el que ese organismo es internacional. Pero en la vida real, entenderse con el Fondo significa entenderse con el gobierno de los Estados Unidos. Y en esa relación el alineamiento respecto de la dictadura de Maduro es una variable principal.Gane Joe Biden o se reelija Donald Trump, la diferencia en ese punto es de matices. Este es el condicionamiento que desató el conflicto con la embajadora Castro, Bonafini y Sigal.
La baja de retenciones también es un capítulo de las tratativas con el Fondo. Supone un punto de vista más racional sobre la presión sobre el dólar. Todavía falta lo principal: una política sobre el exceso de pesos. Es decir, una discusión sobre las condiciones monetarias y fiscales del problema económico. Guzmán se detiene ante ese asunto. Y se zambulle en la incongruencia: promete recomponer la curva de tasas en pesos, mientras emite papeles dólar-linked. Detrás de este desajuste palpita la pregunta esencial de los enviados de KristalinaGeorgieva a Pesce y a Guzmán: ¿por qué camino piensa el Gobierno financiar el déficit sin insistir en una emisión descomunal? Hay una sola respuesta: por el camino del ajuste. Es verdad, el Fondo dice que no pedirá un ajuste. Pero pedirá «un programa sustentable». Es decir, ajuste. Este será el eje de la discusión más relevante entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner. El mayor desafío que enfrenta el Presidente es que la líder del oficialismo no volvió ni mejor ni peor. Volvió anacrónica. Los criterios operativos de la vicepresidenta hacen juego con un mundo en el que la tonelada de soja valía 600 dólares; existía un superávit fiscal que permitía prescindir del crédito externo; al Fondo no se le pedía plata, sino que se le devolvía; los Estados Unidos solo miraban hacia Medio Oriente, porque recién habían sufrido el ataque a las Torres Gemelas; en Iberoamérica gobernaban Chávez, Lula, Bachelet, Mujica, Evo Morales, Correa y Zapatero, y lo más importante: el principal opositor había sacado 17% y no 41% de los votos.
Esta visión desfasada del momento histórico de Cristina Kirchner es un cepo cada vez más ajustado para las posibilidades de Fernández. El que mejor advierte la incongruencia es Massa. Por eso se diferencia. Dijo que Venezuela es una dictadura. Condenó los ataques a los silobolsas y la liberación de presos. Defendió el uso de pistolas Taser. Aconsejó acelerar el acuerdo por la deuda. Se anticipó a la baja de retenciones y a la reapertura de las aulas. Solo mantuvo silencio durante el levantamiento policial: ¿en qué andaría? Cuando se sumó al frente, Massa insistió en que debía respetarse la identidad de cada grupo. En cualquier momento se vuelve Alicia Castro. Pero a la menos uno. La creciente disidencia de Massa es un mensaje para Fernández: no se le puede pedir unidad a la coalición de un gobierno que desilusiona. Por: Carlos Pagni