Crónica de siete días de pánico, gritos, emboscadas y una Cristina Kirchner enardecida
La intimidad del poder-Nota extraída de Clarín por Santiago Fioriti
Cómo fue la última cena de Alberto y sus fieles. Traiciones y enojos con La Cámpora. El rol de Máximo y la charla del Presidente y su vice previa al anuncio.
Alberto Fernández y Cristina, el domingo pasado, en el búnker.
El domingo de la derrota, cuando en el búnker del Frente de Todos todavía se miraban con incredulidad las pantallas de TV y Cristina ya estaba recluida en su piso de Recoleta, Alberto Fernández llegaba a la Quinta de Olivos. Les había pedido a Santiago Cafiero, a Julio Vitobello y a Juan Pablo Biondi, tres de los hombres más cuestionados por Cristina, que postergaran el regreso a sus casas. De todos modos, ¿quién iba a poder conciliar el sueño? Tenían tristeza y bronca. Los cuatro compartían esos sentimientos y también un hambre voraz. Llamaron al comedor de la residencia para que les llevaran comida, pero les contestaron que no quedaba personal de cocina. No era momento para tolerar más frustraciones y no lo fue. Decidieron pedir pizzas por teléfono. En la pizzería les contestaron que se había ido el chico de la moto. Las pidieron igual y mandaron a un asistente a buscarlas. Ya era lunes cuando llegó el pedido.
Comieron las porciones directo de las cajas, despegando la muzzarella de los dedos, mientras elucubraban hipótesis de qué había que hacer cuando el país amaneciera. No había planes de cambios inmediatos. Alberto les dijo a sus funcionarios lo mismo que repetiría durante todo el lunes en su interminable circuito de charlas y conversaciones por chat con ministros, operadores y gobernadores. Que si modificaba el Gabinete ahora se iba a quedar sin cartas frente a un eventual revés en las elecciones de noviembre. “¿Cómo lo relanzamos cuando volvamos a perder?”, confiaban a su lado.
El Presidente se levantó de la mesa cerca de la 1.30 de la madrugada. A la vista de los acontecimientos se trató de la útima cena con sus discípulos, tal como había sido orquestada esa mesa cuando asumieron el 10 de diciembre de 2019. Biondi, la sombra presidencial -acaso el dueño de la mayoría de sus secretos- dejó su cargo tras las críticas de Cristina; Cafiero pasó de comandar el Gabinete a la Cancillería y Vitobello mantendrá un perfil más bajo del que tiene, lo que es mucho decir.
Cristina era la dirigente con mayor poder hasta el domingo. Hoy tiene más. Quien crea que esto se termina acá volverá a equivocarse. La tregua durará, si es que dura, hasta el 14 de noviembre. Lo reconocen los mismos albertistas. En dos meses, Cristina irá por el manejo de la economía.
Alberto comenzó a padecer el acoso de su socia el martes. Fue ella la que barrió con su estrategia de estudiar más detenidamente cada paso. La reunión en la noche de Olivos fue áspera, aunque pudo ser peor. Es decir, han tenido encuentros más crueles. Ella lo intimó a hacer cambios urgentes y de fondo. Fue entonces cuando la vice le propuso el nombre de Juan Manzur como reemplazante de Cafiero. El Presidente pareció entender que se había quedado sin armas para sostener a su delfín, al que la vice objeta desde el minuto cero. Le dijo que esta vez no se resistiría. El miércoles por la mañana, Fernández convocó a Cafiero a una reunión y le blanqueó: “Vas a tener que buscarte otro lugar. ¿Cuál querés?”.
Fernández tanteó para el cargo de jefe de ministros al tucumano Manzur y al sanjuanino Sergio Uñac. Los dos le anticiparon que no querían dejar sus provincias. Fernández insistió con Manzur, en persona y por teléfono. A la vez, lo contactaron desde el Instituto Patria. “Si me arreglan el quilombo en Tucumán puedo ir”, concedió 48 horas más tarde del primer llamado. Manzur está jaqueado por su vicegobernador, Osvaldo Jaldo. Son enemigos desde marzo de este año y hasta se enfrentaron en las urnas, una semana atrás. Manzur no quiere que Jaldo se quede con su sillón.
Alberto trabajaba en los cambios cuando el miércoles, mientras viajaba en helicóptero a José C. Paz para ver a Mario Ishii recibió un llamado de María Cantero, su secretaria privada, que le avisó de la carta de renuncia de Eduardo De Pedro. Fernández quedó atónito. Maldijo a su ministro político como no lo había hecho nunca. Siempre lo llama, con cariño, “Wadito”. Wadito le había clavado un puñal.
Se dijeron cosas muy feas de De Pedro, incluso de parte de sus pares del Gabinete. Frases irreproducibles. Lo mismo que de Máximo Kirchner, el operador todo terreno al que algunos quieren convertir en la cara moderada de Cristina. Máximo estuvo detrás de la movida, junto a su madre. En La Cámpora hubo un cimbronazo porque siempre se especula sobre cómo queda parada la agrupación con vistas a su propio proyecto de poder.
Los ministros leales al jefe de Estado se reunieron en el despacho de Cafiero para analizar la crisis. De ese cónclave salió la versión de que le habían aceptado la renuncia a De Pedro. Cristina y Alberto tenían el diálogo congelado. “Hay que romper, hay que romper”, promovían algunos funcionarios que caminaban por los pasillos sin cuidarse de lo que hablaban por celular. En ningún momento Alberto insinuó que podía pensar en armar una administración sin la ex presidenta.
Desahuciaba así a quienes lanzaban al pasar frases del tipo “es nuestro momento” o “es ahora o nunca”. En el chat que reúne a los ministros no se dijo una sola palabra. Cafiero, Gabriel Katopodis y Vilma Ibarra trabajaron en silencio en el plan de reconstrucción de puentes con el cristinismo. No creían que la solución fuera tensar más la cuerda o, directamente, que se cortara.
“Hay que resistir y bancar al Presidente”, había propuesto en la reunión de ministros Martín Guzmán. El destino a veces es diabólico. Después de que el economista pidiera resistir sonó su teléfono. Guzmán salió presuroso a hablar afuera de la oficina del jefe de Gabinete. Cuando entró no dijo nada, ni siquiera con quién había hablado, pero al rato los portales anunciaban que Cristina había charlado con él para decirle que no había pedido su cabeza. Al menos dos ministros pudieron cambiar el semblante por un segundo y matarse de risa.
Alberto estaba en su despacho. Hablaba con los gobernadores por altavoz. Con Manzur, con Uñac, con Ricardo Quintela, con Oscar Herrera Ahuad, con Omar Gutiérrez, con Gildo Insfrán. Les decía que necesitaba volver a juntar las piezas de la coalición y les pedía ayuda a cambio de abrir el juego en el futuro. Lo mismo les aseguraba a los sindicalistas que lo llamaban, desde Hugo Moyano hasta Gerardo Martínez.
El diálogo con Massa era recurrente. “Estoy tratando de pegar los cables”, les confesaba el diputado a los dirigentes del Frente Renovador, con los que se reunía en sus oficinas de la avenida Libertador, en el barrio de Retiro. En esa sede se repetía que a Massa le habían ofrecido un súper ministerio integrado por Energía, Turismo y Producción. Massa no lo descartaba, pero había un problema de plazos: él no quería asumir antes de las elecciones generales.
Varios de los interlocutores de Alberto, en especial los gobernadores, vacilaban ante las aseveraciones presidenciales. Hubieran querido creerle, pero tantos amagues de independencia de Cristina y de “gobernar con los gobernadores” -aquella promesa incumplida de fines de 2019- dejaron secuelas. Encima la mayoría perdió los comicios en su distrito.
Si Fernández no lo hizo cuando estaba fuerte, mal podría hacerlo ahora que toca su piso de popularidad y viene de una durísima derrota que aniquiló sus propios pronósticos. Uno de los mandatarios provinciales que soñaba con un gobierno distinto lanzaba bocanadas de fuego contra Cristina, el miércoles: “Estamos frente a una situación psiquiátrica. Nos tendríamos que ir todos y dejarla sola a ella. Destrozó todo. Más daño no puede hacer”.
Se equivocaba. Cristina aún se reservaba la publicación de la carta para narrar en primera persona todo lo que más o menos se viene contando en los medios. A esa altura, Alberto había abortado la posibilidad de una marcha de apoyo que quería organizar el Movimiento Evita. Sus integrantes estaban coléricos con La Cámpora. “¡Estos pibes están locos! -gritaban-. ¡Se volvieron Montoneros de grandes!”.
La relación de la dupla presidencial transita por su peor momento. Costó demasiado armar un nuevo Gabinete. Se dijo que Alberto y Cristina no volvieron a hablar desde el día de las renuncias. Falso. Lo hicieron el viernes a la noche, a última hora, por teléfono. No fue el diálogo más cordial, pero hubo un mínimo acuerdo, con clara ventaja a favor de los nombres cristinistas.
Cuando terminaron la charla, Alberto dio la última orden y la lista con los nuevos ministros irrumpió como un rayo en el WhatsApp de los periodistas.