El día que la mafia le demostró a Frank Sinatra que su fama era puro cuento
Corría 1963 y era el cantante más reconocido en todo el mundo. Las mujeres morían por él. Pero en Sicilia, la historia era diferente: uno de los hombres más famosos de la Tierra estaba a punto de pasar uno de los peores momentos de su vida.
Octubre de 1963. Agrigento. Sicilia.
El hombre medía 1,62. Era flaco, casi chupado, caminaba nervioso de un lado a otro en el recibidor del Hotel Sole de la ciudad de Palermo. Sus dos guardaespaldas estaban hundidos en los sillones de esa recepción. El hombre flaco había llegado hacía más de dos horas y después de registrarse y de subir un rato a la suite, caminaba por el vestíbulo con las manos en la espalda, muy pero muy alterado. Las mujeres que estaban en el hotel no paraban de mirarlo, embobadas. El flaco que iba de aquí para allá era Frank Sinatra.
Todo se combinaba en su contra. Hacía años que Frank Sinatra no debía esperar a nadie, sino todo lo contrario. Pero en Agrigento era diferente. Además, estaban esos malditos periodistas en las escalinatas, esperando el momento culminante, cuando Sinatra inclinara la cabeza ante al capo de la mafia siciliana Don Giuseppe Genco Russo. El encuentro estaba fijado para las once de la mañana y eran las dos menos veinticinco de la tarde. Ni a un chico de los mandados se lo trataba así, pensaba Sinatra con la cara larga. En Sicilia, se dio cuenta, su fama era puro cuento.
Sinatra, arrodillado ante la mafia
Al fin apareció el viejo Genco Russo, panzón, transpirado, con medio toscano en la boca, el sombrero de los años treinta calzado a mitad de la frente, y tiradores que sujetaban los pantalones, cuya cintura estaba debajo de las costillas.
Venía con tres picciotti vestidos de negro y con gorra. El Don les exigió a los periodistas que se quedaran en la vereda. No estaba de buenhumor. Sinatra se le acercó, puso una rodilla en tierra, le tomó la mano derecha y se la besó, diciéndole: “Baccio i mani, Don Genco”. El Don dio una rápida mirada a la cabeza de Sinatra y le dijo que se levantara, que él no era un extraño. Sinatra quiso hablar pero Genco lo despidió con un gesto. El encuentro había terminado y el Don y sus picciotti fueron hacia el ascensor hasta llegar a la suite del segundo piso del hotel, que ocupaba todo el año.
A Sinatra jamás lo habían tratado así. El cantante y actor estaba que echaba chispas, pero mordiendo su labio subió a su habitación. Esperó novedades hasta que le hicieron saber que dentro de dos días Don Genco lo esperaba a comer en su casa de Agrigento, a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de Palermo. No había autoridad terrenal o religiosa que valiera en Agrigento más que la de los capos de la familia local, que eran todo, incluso la ley.
La costumbre perdida de pedir permiso
Sinatra llegó en el auto que le había enviado Don Genco. Fue solo. Hubiese sido una falta de respeto llevar custodios. Aquí, a diferencia de los periodistas y las chicas de Palermo, nadie le dio la menor importancia a su presencia. En Agrigento no era ninguna celebridad.
El automóvil siguió unos kilómetros más allá de la ciudad y entró en una finca. En el patio, había otros dos automóviles, tres caballos que tomaban agua en un abrevadero de piedra, unas gallinas, sillas ocupadas por mujeres vestidas de negro que estaban desplumando un ave de corral y unos chicos gritando y haciendo alboroto.
Un hombre se acercó al coche. Su trato fue seco para el hombre que se codeaba con las estrellas de Hollywood, la mafia estadounidense y el presidente de los Estados Unidos. Le dijo que Don Genco estaba en los viñedos y que en un rato vendría. Le ordenó que lo siguiera. Lo llevó hasta una habitación con poca luz. Le digirió la palabra por segunda vez para decirle que Don Genco enviaría a alguien a buscarlo cuando volviera, y que esperara allí. Al irse cerró la puerta con fuerza.
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Los periodistas franceses Jacques Kermoal y Martine Bartolomei, que investigaron este oculto acontecimiento en la vida de Sinatra, aseguran que el actor estaba en Agrigento a causa de los problemas que habían surgido luego de la muerte de “Lucky” Luciano. Había bandas de negros y portorriqueños que con la ayuda de gobernantes corruptos de Sudamérica querían controlar el contrabando de opio y crear nuevas rutas en los Estados Unidos. En 1963, Sinatra no estaba aún señalado por sus vínculos con cosa nostra y por eso lo eligiron para que hiciera de representante de los padrinos de los Estados Unidos y el “capo di tutti i capi” de Sicilia, Don Genco Russo. Resultaba que este había sucedido a Calogero Vizzini, ya muerto, que había sido socio de Luciano, ya muerto también, en el contrabando de estupefacientes, es decir en el negocio de enviar heroína de Sicilia hacia los Estados Unidos.
Existía, por otro lado, un vínculo insoslayable entre Sinatra y el propio Luciano. En el mismo aeropuerto de Nápoles donde Luciano murió presuntamente de un ataque cardíaco, la policía encontró entre sus ropas solo dos cosas, un encendedor y un cuchillo. Decían: “A mi querido compañero Lucky. Su amigo en la familia. Frank Sinatra”.
Y así llegó Sinatra a Agrigento, pues quién mejor que un amigo de Luciano para decirle a los campos sicilianos que los “primos” de los Estados Unidos querían continuar el negocio de la heroína. Tal vez Sinatra haya pensado que cosa nostra era igual en todas partes, pues no. En Sicilia tenìan sus viejas tradiciones, sus modos, sus costumbres y su orgullo. Al astro de Hollywood, aún no lo habìa entendido y allí estaba, esperando por segunda vez que el viejo Don, desalineado, rústico, descortés, le diera le diera bolilla a un tipo que había perdido la costumbre de pedir permiso.
Sinatra, Don Genco y un encuentro gélido
Una hora después, vino el mismo tipo que lo había recibido con cara de pocos amigos y lo acompañó hasta un gran comedor donde había diez hombres, casi todos con bigote, con Don Genco, que estaba en mangas de camisa y tiradores. Ese momento era para decir: “Acción” y comenzar una película. En un extremo de la mesa estaba sentado Don Genco, bebiendo vino que un chico le servía de una jarra de cristal. Sinatra en ese momento era nadie, pues los presentes no le dirigieron la palabra. ¡Qué mal la estaba pasando! Lo sentaron lejos de Don Genco, que obviamente era el centro de atención.
Fueron mujeres las que pusieron delante del Padrino tres enormes soperas llenas de pasta-cicci, una sopa siciliana con carne, macarrones y garbanzos metidos en una mezcla de jugo de carne y de aceite de oliva. Don Genco pidió que le pasaran los platos para sevir él mismo la sopa a los invitados. Como el último en servirse fue el anfitrión, todos esperaron con la cuchara levantada que él metiera la suya en la sopa. No se oía absolutamente nada, solo el sorber de los comensales. Cuando los platos quedaron vacíos, los invitados sacaron sus propios cuchillos, cortaron una rebanada de pan y lo pasaban por los restos de la deliciosa sopa, ya inalcanzables para la cuchara. Sinatra no tenía cuchillo. Todos se rieron de él. Don Genco le dijo a un chico que fuera a buscar uno de la cocina y se lo diera a “Don Francesco”. Cuando el Don lo llamó de tal manera, los otros volvieron a reír. Era una broma de Don Genco, porque un hombre sin cuchillo propio no es un Don.
El siguiente plato fue el bollito-misto, es decir carnes acompañadas de hortalizas cocidas: papas, puerros, espárragos zanahorias, nabos y cebollas. El Don hizo lo mismo que antes, pidió que le pasaran los platos para servir. Ni un ruido se oía, salvo el masticar. El mismo silencio hubo cuando trajeron el tercer plato, cordero asado con alcachofas, espinacas calientes y gratinadas. El vino de los viñedos de Don Genco era pesado y áspero. Los comensales recién empezaron a hablar un poco cuando aparecieron los quesos de cabra, y ya a los postres la conversación era animada. Café y grappa fueron los siguientes.
Sinatra, la mosca blanca
Sinatra era la mosca blanca o, mejor dicho, se sentía como pez fuera del agua. Eso no era lo suyo, ni lo entendía ni lo soportaba. Además, los invitados hablaban de cuestiones relacionadas con Agrigento. En verdad esa cena se trataba de una reunión del triángulo mafioso Agrigento-Caltanisetta-Mazzarino.
Los pequeños capos a la vista del señor feudal buscaban obtener algún beneficio o favor. El final de la cena eran las historias, muy largas, que se contaban. Y el principal cuentista era Don Genco Russo, que era un buen narrador. Se limpió el bigote gris con la servilleta y comenzó con la historia de un asesinato mafioso. El final, que parecía no llegar nunca, llegó. En ese instante, el Padrino le hizo una seña a Sinatra para que lo siguiera. Más que una seña, era una orden. Fueron hasta el despacho del Don y ahí quedaron solos. Sinatra estaba abotagado por la comida y entró haciendo esfuerzos para tragarse los eructos, lo cual le provocaba más malestar.
Don Genco cambió enseguida de actitud. Del narrador ágil y a veces jovial había pasado a tener un gesto severo. Hizo una sola pregunta: “¿Entonces?”. Sinatra sintió miedo. La estrella que se llevaba todo por delante, periodistas, políticos, productores, empresarios, tuvo miedo frente a ese señor de sesenta años, de gran panza y pantalones subidos hasta el inicio de las costillas.
Genco Russo no estaba hecho de la madera de los mafiosos que él conocía; se dio cuenta que el hombre delante suyo no solo representaba la historia de la mafia, era la mafia. Un hombre con el dominio de Don Genco tiene informantes por todos lados y sabía que la misión de Sinatra era hablar de la sucesión de Lucky Luciano. Resultaba claro como el agua que Sinatra no tenía ninguna posibilidad de negociar nada. Esta entrevista después fue conocida por todos aquellos que tenían la posibilidad de hacerla llegar a los Estados Unidos. El mensaje era claro: deshonrar, desacreditar al embajador que le habían mandado. El mensaje lo daba Don Genco.
Sinatra, el emigrado
”Cuando Lucky Luciano fue expulsado de los Estados Unidos volvió con nosotros (en 1946 el gobierno estadounidense lo había deportado a Italia). Y nosotros lo admitimos porque era siciliano. Lo que pasa aquí solo nos compete a nosotros, no a los que se han ido al extranjero. Si quieren volver, serán bienvenidos. Estarán en su casa, lo mismo que nosotros, pero no más. Te voy a decir una cosa, Don Francesco: nunca se ha visto que un general decida la dispersión de sus tropas a varios miles de kilómetros del campo de batalla. Decile a los que te enviaron que, si quieren hablar, vengan a vivir acá. Somos conscientes de los lazos de sangre que nos unen, somos sus hermanos, pero la tierra de todos está aquí”.
La entrevista, que en verdad fue una amonestación, había concluido. El Padrino volvió al comedor y dijo: “Los States (Estados Unidos) no son más que una tierra que los sicilianos hemos colonizado, y no podemos admitir que unos emigrados que solo existen gracias a nosotros vengan a mandar en nuestra patria”.
Cuando volvió a su hotel en Palermo, Sinatra ordenó a sus guardias que prepararan las valijas. Al llegar a los Estados Unidos, no hizo falta que les contara nada a los capos de cosa nostra de Nueva York. Ya sabían lo que había ocurrido en Agrigento. Don Genco, por su parte, incorporó la historia del día que recibió a ese tal Sinatra como uno de sus largos relatos de sobremesa.