Nota extraída de La Nación por Alberto Castells
La fuerte centralización del mando es una práctica que remonta la coyuntura de los gobiernos más actuales, continuadora de un régimen institucional instalado desde tiempos inmemoriales en la vida política del país
La discusión sobre el papel que desempeña quien detenta la titularidad del Poder Ejecutivo cobra actualidad como cuestión problemática que trasciende el interés de los especialistas y recibe la atención de los ciudadanos. El eje central del debate apunta al régimen presidencial conducido por una autoridad personal y enérgica, que se impone sobre los restantes poderes del Estado y no pocas veces sobre la debilitada trama del tejido social. El dato que define el problema suele asociarse a la experiencia vivida en la Argentina actual sometida a la sobrecarga de las demandas.
En ese preocupante escenario, la máxima autoridad ejecutiva suele ser visualizada como la figura solitaria que despliega una actividad mayor a la humanamente soportable, cargando sobre sus espaldas todo el peso de la responsabilidad política y conduciendo a sus hombres y mujeres por caminos sembrados de escollos y tropiezos. La impresión que deja ese complejo estilo de conducción cobra fuerza en el imaginario social de nuestros días, toda vez que la institución gobierno es observada por la ciudadanía con sentimientos contrapuestos y rótulos alusivos que exaltan su desempeño o cuestionan su actuación.
Al traer a escena la figura de la máxima autoridad, nada autoriza a afirmar que nuestros presidentes más recientes sean los artífices exclusivos de ese estilo de gobierno marcado a fuego por la fuerte centralización del mando. Por el contrario, esa práctica impuesta por imperio de circunstancias difíciles de eludir cuando se manejan las riendas del poder remontaría la coyuntura de los gobiernos más actuales para convertirse en la continuadora de un régimen institucional instalado desde tiempos inmemoriales en la vida política del país.
Asumiendo la importancia del problema, el aporte de varias generaciones de estudiosos nos revela que ese tipo de poder concentrador mucho le debe a la tradicional cultura de dominación, cuyas raíces profundas y sólidas estructuras reaparecerían una y otra vez con rostros nuevos y estilos diferentes. Así, la simetría de la historia nos prodiga sus evidencias ejemplares, vinculando la recurrente preeminencia presidencial de nuestro tiempo con la antigua figura del virrey, con la autoridad intensa de los primeros gobiernos patrios, con la irrupción carismática de los caudillos “propietarios”, con los gobiernos fuertes en los tiempos de la Organización Nacional, con la tendencia dominante instalada en el convulsionado siglo XX. Cuando en las puertas del tercer milenio se puso en cuestión la asimétrica distribución de los poderes, la Constitución reformada en 1994 incorporó entidades nuevas y asignó facultades compartidas que ni en el fondo ni en la forma alteraron la proyección histórica de la concentrada autoridad presidencial.
En el campo de los estudios precursores dedicados a la institución presidencial asistimos también a un conocimiento degradado cuyas líneas temáticas coyunturales impiden incursionar en los factores que vertebran su alta complejidad estructural. Con el poder de la analogía, Juan Bautista Alberdi asumía el dicho atribuido a Simón Bolívar para afirmar que nuestra república necesitaba “[…] reyes con el nombre de presidentes”. Con la seducción de la metáfora, un prestigioso constitucionalista del siglo XX, Juan González Calderón, calificaba a nuestro presidente como “…un heredero legítimo del virrey”. Giovanni Sartori afirmaba entre nosotros que el modelo político de impronta estadounidense era “[…] un gigante con pies de barro”. Nuestro coetáneo Guillermo O’Donnell estudiaba la democracia delegativa, cuyos presidentes “se sienten en la obligación de decir, sin interferencias y sin trabas, lo que consideran mejor para el país”.
La concentración del poder estalla hoy rebajando hasta el nivel de caricatura al tradicional sistema presidencial que reconocidos estudiosos como Carlos Nino y Daniel Serrafero calificaron como un régimen hiperpresidencialista, diferenciado en su modalidad vernácula pero recurrente por su permanencia inalterada.
Asumiendo la concentración del mando presidencial como una evidencia, algunas preguntas asoman con lógica evidencia : ¿es conveniente que una sola persona, legitimada por la espada del triunfo electoral, esté investida con la totalidad del mando? ¿Puede la sola autoridad presidencial sobrellevar con posibilidades de éxito la inmensa tarea de gobierno que demanda la conducción del Estado? Sin desechar estos epifenómenos indiscutidos, vienen a la mente dos cuestiones presupuestas y de especial resolución: ¿cuáles han sido la estructura y el funcionamiento histórico de nuestro régimen político presidencialista? ¿Qué factores fueron condicionando el perfil de su máxima autoridad? Aunque estos interrogantes tienen importantes implicancias en el desarrollo del sistema político en su conjunto, poco se sabe sobre las causas de un fenómeno cuyas rémoras, contradicciones y rupturas ensombrecen el horizonte político y comprometen la vida institucional.
Observadas las limitaciones que afectan el conocimiento de nuestra institución presidencial tenemos focalizado su tratamiento en dos campos de aplicación de gran alcance: la estructura básica del instituto presidencial y el desempeño del principal agente de autoridad. Plataforma cuya razón y diseño habilitan una propuesta de indagación empírica que sistematizando la información disponible ofrece un conocimiento nuevo. En ese espacio tan relevante de la cultura política, procuramos observar la institución presidencial tratando de extraer generalizaciones y proyectar tendencias que, obtenidas con ayuda de la ciencia, puedan quedar a disposición de quienes propongan incorporarlas a la aplicación institucional.
En apoyo a nuestra iniciativa académica, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) promueve una línea de investigación dedicada al estudio de las instituciones políticas fundamentales. La intención inicial y determinación final de los estudios procura la actualización de los instrumentos requeridos para el análisis de los problemas institucionales a la luz de los conocimientos en estado de transferencia y en condiciones de aplicación.
El registro de los esfuerzos aplicados al estudio y el relato de los avances científicas en curso ilustran sobre los propósitos que nos impulsan en este inédito intento institucional que venimos aplicando desde la transición a la democracia con asiento en distintas sedes académicas del país.
Hasta aquí el constructo de un círculo virtuoso de coherencia lógica y verificación empírica, pensado para superar la maltrecha institución presidencial y punto de inflexión hacia una república verdadera bien dispuesta para acompañar el movimiento de avance hacia el futuro. Aceptada la idea, por el momento indisponible, habrá que atender a la evolución de los procesos y esperar que el tiempo haga sus pruebas.
Investigador principal emérito del Conicet y profesor titular de Teoría Política y de Derecho Constitucional; su último libro es Ciencia política aplicada. Nueva escuela de gobierno