domingo, octubre 6

¿Hasta qué punto Milei representa un cambio?

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Nota extraída de La Nación por Héctor M. Guyot

El presidente Javier Milei se presenta como el exclusivo avatar del cambio en la Argentina y descalifica toda crítica a su gobierno adjudicándole intereses perversos: lleguen desde la política o el periodismo, responden al esfuerzo de la vieja casta corrupta por mantener sus privilegios y obturar el triunfo de la libertad. Hasta ahora, al menos en el plano de su popularidad, el truco le ha dado resultado. La razón es simple: esa vieja casta corrupta existe y es la que llevó al país a la bancarrota. Ahora, ¿en qué medida el Presidente encarna hoy la ruptura del viejo orden decadente y el cambio que prometió para llegar al poder? En algunas cosas, Milei es el viento de una transformación. En otras es más de lo mismo. A siete meses de su asunción, discriminar unas y otras no solo podría clarificar el escenario, sino también echar luz sobre la naturaleza del gobierno libertario.

Hay logros económicos que no se pueden soslayar. El primero de ellos es una fuerte desaceleración de la inflación, cuya inercia desorbitada parece haber sido puesta en caja. En cualquier país normal el índice actual sería un dolor de cabeza, pero aquí es motivo para descorchar champagne. Los que saben de números suman al haber el superávit financiero, la recuperación de reservas y una mano firme a la hora de ir contra la burocracia inservible del Estado.

Del otro lado, el impacto social de una recesión que no afloja se vuelve cada vez más acuciante. Pasado medio año de gestión, con la Ley Bases aprobada, se espera que el Gobierno inicie una nueva etapa en la que empiece a poner en marcha el país. Se espera, en suma, un proyecto. La duda es si tal cosa existe. Milei lo ha repetido de distintas formas, como candidato y como presidente: su obsesión es destruir el Estado para que florezca el mercado en su expresión más pura, sin intervenciones. Con su prédica agresiva, logró que el imaginario colectivo identificara al Estado con “la casta”, y así consiguió ponerle un rostro al enemigo. Esa energía destructiva, expresada con violencia verbal inusitada, lo llevó al poder y lo mantiene en él. Bienvenida la energía, si es dirigida contra las corporaciones política, sindical y empresaria enquistadas en el sistema que nos legó el peronismo, aunque no sin ayuda. Tan enquistadas están, que hará falta. El problema es que el Estado es más que eso. Por empezar, es el garante del pacto social que ha de preservar la institucionalidad, la vigencia de la ley y hasta la propia convivencia democrática. ¿Se puede matar al paciente para curar una infección, por más extendida que esté?

«Hay mucho curro y privilegio enquistado en el sistema. Por eso se entiende que la pulsión destructiva de Milei despierte entusiasmos. Pero ha de tener un límite»

La duda hoy es si esa energía “Terminator” que despliega Milei es al menos matizada con algún reflejo constructivo. Hasta aquí, vimos a un presidente atrapado en una contradicción dramática a la hora de gestionar: debe sumar recursos políticos para llevar adelante su gobierno, pero profiere insultos de alto voltaje a repetición contra la política toda, incluso contra quienes están dispuestos a ayudar. Necesita que el coche arranque, pero le echa agua al tanque de nafta. ¿En qué medida quiere el cambio? ¿Hasta qué punto la pulsión destructiva se vuelve autodestructiva?

En su columna del miércoles, Joaquín Morales Solá cita la disyuntiva a partir de la cual, según alguien que frecuentó al Presidente durante años, Milei entiende sus relaciones con otros actores de la política: “Sumisión o pelea”. El diálogo, condición esencial de la democracia, está excluido de su repertorio, y quizá eso se deba a una infancia traumática y a las disputas con un padre que, según contó, lo maltrataba. Son precisamente las características de su personalidad las que llevan a dudar del alcance del cambio pregonado y a poner atención a las continuidades, que no son otra cosa que más de lo mismo, el viejo populismo que ensaya nuevos ropajes.

Alguna vez escribí que las diferencias ideológicas entre Cristina Kirchner y Donald Trump, que ahora podría volver a la presidencia de Estados Unidos, quedaban relegadas por aquello en lo que coincidían: la megalomanía, el rechazo inmaduro de todo lo que no responde a sus deseos, un dogmatismo de cuño religioso que no admite matices, el uso político del resentimiento para dividir a la sociedad, una apetencia de poder incompatible con el sistema republicano y el combate contra la prensa crítica. Y contra la Justicia, podríamos agregar. Usted decide en cuáles apunta a Milei.

Por esto de que hay mucho curro y privilegio enquistado, se entiende que la energía destructiva del Presidente despierte entusiasmos. Pero ha de tener un límite, pues hasta aquí, por lo que se ha visto, no discrimina. Si atendemos a sus palabras, tampoco se detendría hasta destruir al Estado para devolvernos al paraíso original del mercado puro, que solo existe en los libros. Adscribir incondicionalmente a esa fuerza, subsumirse en ella, es un error que se puede pagar caro. La Argentina, tal como le está ocurriendo a Francia por estos días, podría convertirse en un país de extremos, con un centro diluido o eclipsado. Y lo que hace falta, más que nunca, es un centro fortalecido que preserve la república y rescate la convivencia civilizada.

Héctor M. Guyot

F: LA NACION