Nota extraída de La Nación por Sergio Berensztein
Michael Foucault examinó la “microfísica del poder”: cómo se manifestaba capilarmente en sofisticados mecanismos de control derivados de diseños institucionales que en sí mismos reflejaban sistemas de poder y de ese modo reproducían su influencia. La sensación predominante en esta opaca campaña de cara a las PASO que tendrán lugar el domingo es la inversa: vemos una resignación de la política a ejercer el poder y a plantear debates con densidad, profundidad y ambición proporcionales a la gravedad de la decadencia secular en que está inmerso el país. Sobre todo en UP hay una enorme cuota de resignación ante los fracasos de la gestión: la dinámica inflacionaria y los estremecedores hechos de inseguridad como el de Morena obligan a que los dos principales candidatos oficialistas, Sergio Massa y Axel Kicillof, se muestren abatidos y hasta autocríticos. Estamos frente a una oferta electoral que se enfoca en el debate de personas, de nombres propios, en lugar de priorizar las ideas y los problemas de fondo: todo ocurre como si los “quiénes” fueran más importantes que los “cómo” y los “qué”.
¿Sufre el país un problema de “personal político”? Difícil argumentar en sentido contrario. ¿Se arreglaría la Argentina solo con un cambio del plantel gobernante? Ojalá una respuesta positiva fuera verosímil. En un país en el que fracasan todas las administraciones, suponer que se limita a una cuestión de elenco político constituye una peligrosa simplificación. Debemos preguntarnos: ¿cuál fue hasta ahora el lugar de las instituciones, de las reglas de juego formales e informales que regulan nuestra vida económica, política y social, en este debate electoral? Marginal, si somos magnánimos. ¿Hemos aprovechado estas PASO para delinear un plan estratégico integral y convincente o, al menos, algunas ideas fuerza basales para transformar la Argentina en un país próspero y con oportunidades para todos sus habitantes? El vacío de la política se manifiesta en (y se profundiza por) la pobreza que caracteriza el proceso de deliberación que alimentan todos y cada uno de los candidatos.
Es cierto que los principales candidatos presidenciales (en orden alfabético, Bullrich, Massa, Milei y Rodríguez Larreta) coinciden en priorizar cuestiones fundamentales de la agenda ciudadana como la inflación y la inseguridad. Más allá de eso, la ciudadanía se quedó con las ganas de evaluar las fortalezas y debilidades de cada uno de ellos mediante el consabido método de los debates, usando la TV y las redes sociales para acercar la política a la sociedad, lo que hubiera simplificado el proceso de examinación y selección que los votantes debemos hacer en las instancias previas a una elección.
La oferta política no entusiasma, no tiene poder convocante, no logra romper la dinámica de apatía, abulia, desinterés, desaprensión y desapego que acumula el país en estas cuatro décadas de democracia. Algunos datos de opinión pública y lo registrado en las elecciones provinciales sugieren que el fenómeno de desafección política se acrecienta. Por eso, uno de los emergentes más críticos de estas PASO será, sin duda, el porcentaje de participación y los votos en blanco y anulados.
Asimismo, existe un fenómeno de retracción de los mecanismos de participación popular, tan característicos de nuestra cultura política. Lejos estamos de aquel 25 de mayo de 1810 en que el pueblo quería saber de qué se trataba, de la Revolución del Parque de 1890, de las populosas movilizaciones del radicalismo yrigoyenista, del apoyo de enormes sectores de la ciudadanía detrás del golpe de Estado de 1930, del 17 de octubre de 1945, de las multitudes que fueron a Ezeiza a recibir a Perón y se encontraron con un enfrentamiento feroz entre facciones violentas, de las decenas de miles de argentinos movilizados por el fervor malvinero, de los multitudinarios cierres de campañas del 83, del fundamental compromiso ciudadano con la democracia durante el motín de Semana Santa (1987), de la Plaza del Sí (1990), de la frustración y efervescencia del “que se vayan todos” en 2001. La lejanía no es solo temporal, sino también emocional: hoy la política dista de ser un fenómeno de masas. Incluso cuando los conflictos culminan en un hecho público, como un piquete o un corte de ruta, continúan siendo una cuestión de microminorías. La preocupación por quién tiene el “control de la calle” (como si no se tratara de una función natural de las fuerzas de seguridad) pasó a un segundo plano: la política argentina dejó de tener relevancia para la sociedad, a pesar de que el sistema bicoalicional ha sabido resguardarse de las amenazas que hubieran implicado una fragmentación similar a la que vivieron México, Brasil, Colombia, Perú, Ecuador y Chile.
El acto organizado por la CGT esta semana en apoyo a Massa es un botón de muestra rotundo: la entidad sindical, otrora columna vertebral del Movimiento Nacional Justicialista, caracterizada históricamente por su poder de convocatoria y movilización, se mostró orgullosa al reunir apenas 10.000 personas en el microestadio DirecTV Arena, en Tortuguitas, un ámbito en el que el ministro de Economía y candidato de UP se siente como local. El exiguo número no llama tanto la atención como el hecho de que los organizadores lo consideraran un éxito y una señal inequívoca de la peronización de la campaña.
Ya ni siquiera se pide espontaneidad: los micros escolares, una imagen que simbolizó durante décadas los períodos de campaña y que se usaban para transportar militantes hacia los puntos de encuentro, brillan en este 2023 por su ausencia: porque el alquiler de los vehículos se encareció o porque la gente no quiere ir, sea porque se aburre, porque no entiende para qué va o para evitar la vergüenza de ser abordada por los movileros de televisión y no saber qué responder a sus preguntas.
A los actos en microestadios se suma otra tendencia que es también un signo de los tiempos y que estamos viendo particularmente en el Gran Buenos Aires: las caravanas. Como la gente ya no va adonde están los políticos, ahora son los políticos los se mueven para conectar con las personas. Y cuando no encuentran una multitud reunida en un solo sitio, van a diferentes lugares hasta reunir una masa crítica mínima de interacciones. La política, aun consciente de que no entusiasma a nadie, usa estos dispositivos para adaptarse a los nuevos tiempos en lugar de buscar una solución profunda y estratégica: no se plantea ninguna modificación al funcionamiento del sistema ni aparecen reflexiones para explicar este desinterés generalizado, más allá de cuestiones obvias como el enojo de la ciudadanía con la clase dirigente o las malas prestaciones recibidas por la sociedad en materia económica. Incluso, en un afán desesperado, se toma cualquier expresión de cariño que aparezca en las redes sociales y se envía a los publicistas para que la viralicen y generen una sensación de entusiasmo.
Los cambios que se requieren implican nuevas reglas y prácticas para comenzar a reconstruir este vínculo tan desgastado entre la política y la sociedad. Por ejemplo, revisar el concepto de las PASO. ¿Por qué una persona debe posponer actividades de su vida privada, que seguramente le producen más interés que cualquier acto político, para participar de manera obligatoria en la definición de la interna de un partido? ¿Acaso no es la responsabilidad o el interés de los partidos conformar una oferta electoral competitiva? Tal vez, con menos cantidad de comicios podría haber más interés, sobre todo si se regularan los debates y se facilitaran plataformas para diseminar ideas