Nota extraída de Clarín por Eduardo van der Kooy
La estrategia de victimización en el marco de la ONU fue una mala jugada. Repercute en la CIDH de la OEA, donde la vice piensa recurrir si sus condenas quedan firmes. Tampoco ayuda el juicio a la Corte.
Dos traspiés parecen haber marcado a Cristina Fernández en el inicio del juicio político a la Corte Suprema en la comisión de Diputados. El primero tuvo relación con la cumbre que no pudo ser con el presidente de Brasil, Lula de Silva. Producto, entre varias razones, de su divorcio bélico con Alberto Fernández. El segundo fue inexplicablemente autoinfligido: la insólita presentación que en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU realizó Horacio Pietragalla, secretario de DD.HH. del Gobierno. Denunció el “lawfare” en el país, acusó al Poder Judicial, a la oposición y a los medios de comunicación de perseguir a la vicepresidenta.
El incidente aparentó concluido en lo formal cuando la ONU recomendó al Gobierno que se ocupe de asegurar la independencia de la Justicia. Las secuelas subsistirán por mucho tiempo. “Nunca el Consejo en su historia asistió a un espectáculo de ese tipo”, comentó un portavoz del Alto Comisionado que preside el austríaco Volker Türk. Se trata del hombre que reemplazó a la ex presidenta de Chile, Michelle Bachelet. La mujer que con sus informes sobre violaciones a los derechos humanos en Venezuela incomodó el vínculo del kirchnerismo con Nicolás Maduro.
Türk le ganó la pulseada en su momento para el cargo que ahora posee al embajador argentino en la ONU, Federico Villegas Beltrán. El diplomático quedó rezagado por su falta de oportunismo: peleaba aquel sillón mientras era interlocutor frecuente de los embajadores de Rusia y Cuba. Nada de malo, por supuesto, si no hubiera ocurrido en los tiempos inaugurales de la invasión que Vladimir Putin ordenó contra Ucrania.
Villegas Beltrán estuvo sentado al lado de Pietragalla después de intensos cabildeos entre Ginebra y la Cancillería. Santiago Cafiero dudó sobre la conveniencia de la puesta en escena. Pensó incluso en que el embajador no asistiera. La presión del Instituto Patria se hizo insoportable para el ministro.
La extravagancia mostró otros matices. Pietragalla se presentó en las sesiones anuales del Examen Periódico Universal (EPU). Es un proceso especial que tiene vigencia desde el 2006 en el cual los Estados miembro exponen las medidas tomadas en sus países para mejorar los derechos humanos. Nadie asiste para formular denuncias internas.
El gesto diplomático pareció desencajado de la estrategia general que diseñan Cristina y los suyos. Si sus causas de corrupción siguen avanzando en todas las instancias, la idea sería recurrir al Consejo de la ONU y a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que depende de la Organización de Estados Americanos (OEA) para impugnar aquellos procedimientos. De allí la incomprensión con la maniobra de Pietragalla.
La política exterior argentina tampoco ayuda. Alberto mantiene desde hace años un enfrentamiento con el secretario general de la OEA, Luis Almagro. La discordia entre ambos posee una agenda amplia, aunque hace hincapié en Bolivia (cuando Evo Morales debió renunciar en 2019 por una rebelión destituyente) y en la situación venezolana. Nuestro país boicoteó la reelección del uruguayo en 2020, con mandato hasta el 2025. Las cosas no están bien.
La OEA ni Washington ignoran las segundas intenciones que ocultarían algunos de los líderes de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC). Al menos Alberto, Evo y Nicolás Maduro están en esa línea. Menguar la influencia ya declinante de aquella organización para traspasarla a la comunidad en la cual predominan administraciones de sesgo “progresista”. Lo que Luis Lacalle Pou, mandatario de Uruguay, calificó de “club de amigos ideológicos”.
Esa pretensión tampoco tuvo frutos en la última cumbre. Hubo varias razones. Lula no está dispuesto en el amanecer del complicado tercer mandato a alterar las relaciones internacionales. Menos, en desafío a Washington. Tampoco constituye una novedad. En su primer mandato, con menos años y mayor efervescencia, el matrimonio Kirchner pudo comprobarlo. Recibió en San Pablo a George Bush un día después de haber asistido en Mar del Plata a la Cumbre de las Américas del 2005. Donde el ex presidente estadounidense no la pasó bien: no logró imponer su postura sobre el ALCA (Area de Libre Comercio).
El líder del PT dio de nuevo una lección de prioridades y pragmatismo. Se convirtió en centro de gravedad de la cumbre de la CELAC. Su gesto posterior fue la visita de Estado a Uruguay. Habilitó allí la discusión sobre la necesidad de la apertura comercial del Mercosur que impulsa Lacalle Pou. No perdió la oportunidad de visitar a José Mujica quien, junto al ex presidente Julio María Sanguinetti, estuvo también en el acto de asunción de Lula.
Un timbre, tal vez, para Juntos por el Cambio. La coalición opositora pareció encandilada con el propósito de interferir en la supuesta presencia de Maduro. Se adjudicó el éxito. Desaprovechó la ocasión de un encuentro siquiera protocolar con Lula. Si es cierto que piensa gobernar a partir del 2023, pudo haber hecho algo para un acercamiento con el hombre que conducirá por cuatro años al principal socio comercial.
Otro problema para las intenciones de Alberto fue el modo en que se resolvió el mandato en la CELAC. El Presidente supuso, sin fundamento, que podría prorrogar su cargo hasta mitad de año. Desde esa cima regional intervendría como candidato en la campaña. No hubo solidaridad ni de sus aliados próximos para consumar el plan. La elección terminó recayendo en el premier de la isla caribeña de San Vicente y Las Granadinas, Ralph Gonsalvez. Sostenido a la distancia por el ausente Andrés Manuel López Obrador, el presidente de México.
Aquella realidad no favorece los planes de Cristina ligados a su situación judicial. Ni ahora ni en el futuro. Al paso en falso en el Consejo de la ONU se suman los antecedentes de la CIDH de la OEA. La organización nunca convalidó remociones de jueces de sus países miembro.
Todavía sustancia un episodio emblemático. El rechazo de la destitución que Nayib Bukele, presidente de El Salvador, hizo por ejemplo con cinco magistrados de la Sala Constitucional de la Corte de Justicia. El procedimiento fue realizado por la Asamblea Nacional. La CIDH acusó que resultaron incumplidas las normas constitucionales básicas que deben regular tal ejercicio, según los estándares interamericanos. ¿Qué podría opinar sobre un juicio a la Corte Suprema, como el que sustancia el kirchnerismo, apoyado en el desconocimiento de sentencias y el espionaje ilegal? ¿Cómo vería, en ese contexto, la recurrencia de la vicepresidenta a ese organismo en caso que sus condenas progresen?
Basta para tener una respuesta con repasar un fallo de la CIDH del 2021 relacionado con Paraguay. Firmado también por Raúl Zaffaroni, ex miembro de la Corte Suprema y convocado para el juicio en Diputados. La CIDH sostuvo que es “inviable el juicio político o la eventual destitución de jueces como consecuencia del contenido de las decisiones que hayan dictado”. En la acusación contra Horacio Rosatti, Carlos Rosenkrantz, Juan Carlos Maqueda y Ricardo Lorenzetti figuran tres veredictos: el que declaró inconstitucional la modificación del Consejo de la Magistratura; el de la coparticipación de la Ciudad y el controvertido dos por uno (posteriormente corregido) aplicable también al cómputo para la prisión de los condenados por delitos de lesa humanidad.
Aquel mismo fallo de la CIDH estableció que “tampoco se puede hacer un juicio político por causas que aún están en trámite”. Entendió que sería una manera indebida de presionar a cualquier tribunal. Precisamente es esa la condición del conflicto que se desató cuando Alberto, en plena pandemia, podó fondos a Horacio Rodríguez Larreta. La Corte se expidió sobre el amparo que presentó el jefe porteño. Falta la opinión de fondo. El curso de acción judicial no está cerrado. Existen otras singularidades: una denuncia de Juliana Di Tulio contra los jueces en su papel de senadora ultra K; otra como ciudadana común. Una acusación contra Rosatti de sus épocas de intendente de Santa Fe.
Será imprescindible un dictamen por cada juez y dos tercios de Diputados para aprobar la acusación. Números imposibles para el oficialismo. El Senado actuaría sólo en el caso que progrese la acusación contra los magistrados. Antes de todo eso habrá un paso que el kirchnerismo pretende aprovechar. Se votará el 9 de febrero la admisibilidad de los 14 pedidos de juicio político contra los jueces. Sus autores deberán exponer los fundamentos. Hay ruido en Juntos por el Cambio. Entre el papelerío permanecen dos pedidos de juicio que Elisa Carrió tiene contra Lorenzetti. Uno es por “obstrucción al Poder Legislativo”. Sus aliados le han pedido a la líder de la Coalición que desista para no colaborar con la fiesta kirchnerista. Resiste.
Al kirchnerismo le importarían muy poco todas esas debilidades. El objetivo político sería demostrar, en especial a los propios, que en la Argentina no hay Justicia. Solo una persecución en contra de la vicepresidenta. De allí que dolió tanto la ausencia de la “victimización” junto a Lula. O el marginamiento de Eduardo De Pedro, ministro del Interior, en una cita con el líder del PT y las organizaciones de DD.HH. El internismo arde otra vez.
El kirchnerismo nunca imaginó que el enojo presente de Alberto lo induciría a ser colaboracionista de tales trastadas. El Presidente tampoco imaginó que, justo ahora, el papa Francisco hablaría de la forma en que lo hizo de la pobreza y la inflación en la Argentina. Muchas cosas ocurrieron –entre ellas la ley de aborto–desde que la reconciliación entre ambos en 2017 permitió también un puente con Cristina. Francisco sabe perdonar, pero no siempre ni tanto.