Nota extraída de Infobae por Roberto Cachanosky
No se trata sólo de los poderes esenciales del Estado sino también de sus normas y las garantías constitucionales.
Columna publicada originalmente en Infobae
En los últimos tiempos políticos, periodistas y profesionales de distintas extracciones vienen hablando del respeto a las instituciones. En buena hora que el tema comience a dejar el círculo de los intelectuales y se transforme en un tema de amplia difusión.
Sin embargo, parece que todavía la sociedad no termina de relacionar tan estrechamente lo institucional con su vida diaria. Es como si la población no especializada dijera: “Me parece bien el tema institucional, pero, a mí, ¿en qué me afecta?”. Se podría decir que es altamente probable que a la mayor parte le suene a una cuestión de los políticos y de los periodistas, sin ninguna implicancia práctica.
Pero es bueno recordar que por instituciones se quiere decir reglas de juego que imperan en un país, las cuales implican que en los países que respetan las libertades civiles, el Estado está limitado en el uso del monopolio de la fuerza que le fue conferido por los ciudadanos.
Para evitar que, justamente, ese monopolio de la fuerza sea utilizado en contra de los ciudadanos es que existe la división de poderes. El Legislativo controla al Ejecutivo. La Justicia controla al Legislativo y al Ejecutivo, determinando si una ley o norma es constitucional o no. La independencia de la Justicia es el reaseguro que tienen los habitantes de un país de no caer en un sistema autocrático. Una Justicia subordinada al Poder Ejecutivo es una autopista hacia el autoritarismo y la destrucción de la libertad.
Ahora bien, un gobierno sin límites porque la Justicia está neutralizada por presiones mafiosas y el Congreso que se limita a ponerle el sello y a firmar todo lo que reciba de él puede hacer lo que quiere. Es un gobierno que no está sujeto a un orden jurídico preexistente y utiliza como papel higiénico la Constitución.
En definitiva, el mensaje a la población es el siguiente: “Acá mando yo y hago lo que quiero porque ustedes están desarmados y el monopolio de la fuerza lo tengo yo, y todo aquél que se opone a mis ideas, es enemigo de la Patria”. Es decir, es un gobierno que tiene el mismo comportamiento que un delincuente común que toma rehenes y, a punta de pistola, los obliga a subordinarse a sus caprichos.
Vivir sin instituciones es como ser rehén de un delincuente. Uno está a merced de sus locuras.
¿Cómo puede humillarnos y robarnos un gobierno no sujeto a la ley? ¿Cómo pueden humillarnos y robarnos los gobernantes de un país sin instituciones? Basta con revisar los últimos 50 años de historia económica argentina para advertir los fenomenales cambios patrimoniales y las brutales transferencias compulsivas de ingresos que se han hecho.
Un poco de historia
El famoso “Rodrigazo” de 1975 no sólo generó una brutal caída del ingreso real como consecuencia de los dislates hechos durante la famosa “inflación cero” de José Ber Gelbard, sino que, además, constituyó la primera gran licuación de pasivos. Una transferencia patrimonial gigantesca gracias a la arbitrariedad con que pudo manejarse el Poder Ejecutivo.
En efecto, quienes habían dado créditos comerciales en pesos se encontraron con monedas cuando los cobraron. Los pesos que recibían no tenían capacidad de compra. Habían perdido su patrimonio.
Otro desastre fue el final de la “tablita cambiaria”, la devaluación, la Circular 1050 del BCRA y la posterior licuación de pasivos. De nuevo, el Estado declaró arbitrariamente a ganadores y perdedores gracias a la ausencia de instituciones.
La hiperinflación que desató la política económica de Raúl Alfonsín, en 1989, también estuvo basada en la ausencia de instituciones. El Banco Central, apéndice del poder político, emitía moneda en cantidades industriales, lo que destruía el poder de compra del salario y producía una fenomenal transferencia de ingresos de los sectores asalariados hacia los sectores que habían tomado la precaución de cubrirse ante el desastre que se venía.
El impuesto inflacionario se transformó en confiscatorio y se veía a los pobres jubilados yendo a las casas de cambio para comprar dólares y defender sus mínimos ingresos de la confiscación inflacionaria.
Otro caso es el de los jubilados. Gracias a la ausencia de instituciones y de un gobierno limitado, el Estado primero se apropió de los ingresos de los trabajadores prometiéndoles que en el futuro iban a tener un retiro digno, porque le garantizaba administrar mejor que ellos sus ahorros para tu futuro”. Pero, el resultado es que, hoy en día, los jubilados y pensionados viven de mendrugos porque el Estado pudo hacer lo que le vino en gana con los aportes y contribuciones al sistema provisional.
Las leyes demagógicas pudieron destruir el futuro de los jubilados porque no hubo una Justicia que declarara inconstitucional el robo legalizado establecido por el Estado sobre los ingresos de los trabajadores, ni que frenara la demagogia del Ejecutivo y del Legislativo cuando el kirchnerismo metió por la ventana del sistema previsional a millones de personas que nunca habían aportado.
Papel mojado
Otro ejemplo. En 2001, el Congreso de la Nación sancionó una Ley de Intangibilidad de los Depósitos. Una ley que era innecesaria dado que la Constitución garantiza el derecho de propiedad. Pero la ausencia de instituciones hizo que, primero, el gobierno restringiera fuertemente el derecho de propiedad estableciendo el corralito. Luego, el mismo Congreso, pasándole pesificó los depósitos y generó otra gigantesca transferencia patrimonial.
Quienes tenían ahorros de toda su vida vieron cómo se esfumaban por ausencia de institucionalidad. Los gobernantes, actuando como monarcas absolutistas, decidieron dejar en la miseria a la gente para beneficio propio y de unos pocos. Nuevamente, la Justicia brilló por su ausencia.
Lo mismo ocurrió con la deuda. Un presidente interino decidió no pagarla. Aplaudido de pie por el mismo Congreso que había autorizado el incremento de la deuda para cubrir el gasto público, los idiotas útiles creyeron que la medida de Adolfo Rodríguez Saá significaba pulverizar al Fondo Monetario Internacional (FMI). Nada que ver.
Al FMI le pagó por anticipado toda la deuda el progresista Néstor Kirchner, mientras que los argentinos que tenían sus ahorros en las AFJP, que habían invertido en bonos del Estado nacional, se vieron estafados. Y luego Cristina Fernández de Kirchner los terminó de estafas al confiscar los ahorros que la gente tenía en las AFJP.
Esta falta de institucionalidad hizo que millones de argentinos perdieran todos sus ahorros para el momento de su jubilación, mientras el FMI festejaba con champaña haberle cobrado hasta el último centavo a la imprevisible Argentina.
Como dice Fréderic Bastiat en su ensayo La Ley: ¿Cómo reconocer la expoliación legal?, hay que examinar si la ley quita a algunos lo que les pertenece, para dar a otros lo que no les pertenece. Hay que examinar si la ley realiza, en provecho de un ciudadano y en perjuicio de los demás un acto que aquel ciudadano no podría realizar por si sin incurrir en criminalidad.
En otras palabras, cuando el Estado no tiene límites y no existe el sistema de check and balances, el Estado puede hacer el trabajo del ladrón, pero en forma “legal”. Y contra el Estado ladrón, es más complicado defenderse que del delincuente común.
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