Por fin CFK y Alberto Fernández acuerdan algo: destruir la diplomacia argentina
Nota extraída de TN por Marcos Novaro
El presidente y la vice coincidieron, en días separados para no tener que saludarse, en la última reunión del Grupo de Puebla. Buscan conseguir unas pocas fotos con amigotes ideológicos y compañeros de desventuras judiciales.
Columna de opinión publicada originalmente en tn.com.ar
El kirchnerismo hace denodados esfuerzos por mostrar que no está tan triste, solitario y acabado como luce en la política doméstica y ante la sociedad argentina. Y juntarse con una troupe de expresidentes y otros notables jubilados procedentes de algunos rincones de América Latina y de España fue la mejor fórmula que encontró.
El instrumento a que echó mano fue el Grupo de Puebla, un rejunte de figuras de izquierda populista, cuyo único objetivo hasta aqui identificable ha sido evitar que las democracias de la región se unieran para combatir la consolidación de dictaduras de ese mismo signo en países como Venezuela y Nicaragua, y la extensión de esta nueva ola autoritaria a otros países latinoamericanos. El famoso grupo se ha dedicado, con esa idea, a bloquear toda acción conjunta contra el atropello de los derechos humanos, las libertades políticas y la transparencia electoral por parte de Maduro y Ortega, y dar ánimos a amigos del mismo palo para que vuelvan al poder, si lo han circunstancialmente perdido, y abusar de él con miras a no volver a perderlo.
Cualquier argumento es bueno para los integrantes de ese grupo a la hora de perseguir estos objetivos. El predilecto consiste en sostener que sus adversarios ya están atropellando todas las reglas de la democracia, así que si ellos hacen algo semejante estarían simplemente defendiéndose con la misma moneda. El argumento se aplica sobre todo a la politización de la justicia, que fue, no casualmente, el eje de la reunión que tuvo lugar estos días en Buenos Aires.
La idea, según el título de la convocatoria, es que la principal amenaza a las democracias de la región ya no es el militarismo, sino el “partido judicial”. Y ¿cómo se identifica a un actor judicial como integrante de ese supuesto “partido” y amenaza a la democracia? Porque investiga judicialmente eventuales delitos cometidos por los “líderes populares”, es decir ellos mismos, los integrantes del Grupo de Puebla. Lo que resulta, claro, muy conveniente, porque unos cuantos han tenido y siguen teniendo serios problemas con la Justicia de sus países: Rafael Correa ha sido condenado por corrupción, la misma suerte está en camino de padecer Cristina, Evo Morales en su momento fue investigado por fraude electoral y otros delitos, y zafó porque, gracias a sus mañas y los errores de sus adversarios, logró que su partido recuperara el control del gobierno, en cambio menos suerte tuvo el exjurista Baltazar Garzón, expulsado del Poder Judicial español por reiterados atropellos a los procedimientos y la normas del derecho.
Otro rasgo común a los participantes en el ágape de Buenos Aires es que no tienen mayor gravitación, o la que conservan están en riesgo de perderla, y sus credenciales democráticas son bastante dudosas. No estaban ni Lula ni Boric, ni Petro ni siquiera López Obrador. Así como Cristina y Alberto, también Evo Morales está asediado por movilizaciones masivas de protesta motivadas en el deterioro de la situación económica de su país. Y como malos perdedores que son todos ellos, niegan que la sociedad les haya dado la espalda, y le echan la culpa de su desprestigio a los jueces, los medios, el imperialismo, cualquier cosa menos las urnas, que son su verdadero verdugo. De los demás conferencistas ninguno es un actor legítimo y relevante en sus países. Así que pueden decir lo que sea, que no están obligados a rendir cuentas a nadie.
Ernesto Samper, ex presidente colombiano, por ejemplo, hizo una defensa de Cristina que dio un poco de vergüenza ajena: “No necesitamos leer la sentencia para que tus amigos sepamos que eres inocente”, dijo. Una excelente síntesis entre la ignorancia y el partidismo. Baltazar Garzón quiso lucir sus degradadas medallas de jurista y opinó que la condena por la causa Vialidad no tiene “pruebas suficientes para justificar la sentencia” a lo que agregó que “es una desproporción absoluta decir que hubo una depredación de recursos si no tienes claros los números”, demostrando haberse informado apenas mejor que Samper. Lo que también compartió con el también español Rodríguez Zapatero, según el cual Argentina es “el país que en los últimos 40 años que mejor y más ha luchado en favor de los derechos humanos”, lo que es documentadamente refutado en cualquier informe sobre el tema que se considere, sea el de Transparency, Human Rrights Watch o el Departamento de Justicia de EEUU. Pero se ve que ninguna de estas personas se interesa por lo que pasa en las comisarías, las prisiones, los juzgados o los servicios de inteligencia de nuestro país (salvo si afecta a su amiga Cristina).
El que se llevó las palmas de todos modos fue el ecuatoriano Rafael Correa, que se abrazó un día con Alberto Fernández y al día siguiente con Cristina Kirchner, y se entiende que reciba todas sus atenciones porque está en el centro de un conflicto diplomático de inédita envergadura entre la Argentina y su país desde hace unos cuantos días, y su esperanza es con esa y otras manganetas parecidas desestabilizar lo suficiente a las actuales autoridades ecuatorianas para volver al poder en las próximas elecciones.
La exministra María de los Ángeles Duarte, condenada por la Justicia de su país en la misma causa de corrupción que su jefe político, el expresidente, estaba asilada en la embajada argentina en Quito desde hace varios años, abusando del principio del asilo, dado que éste no existe para proteger a criminales sino a perseguidos políticos. Que era justamente lo que el gobierno y la justicia ecuatorianos le reprochaban a Alberto Fernández y su administración, para evitar que ellos fueran aún más allá y quisieran forzar la salida de Duarte hacia Buenos Aires. Es decir, el tipo de conflicto que los propios ecuatorianos se habían evitado con Gran Bretaña, cuando obligaron a Julián Assange a salir de su sede diplomática en Londres. Quien había estado refugiado allí también en una situación bastante irregular, alentada y sostenida durante varios años por el mismo Rafael Correa.
Así que el caso Duarte no era para nada sencillo, venía poniendo en aprietos a la diplomacia ideológica que impulsa nuestra Cancillería, y desnudando los problemas que ella genera en las relaciones exteriores entre países tradicionalmente amigos, más todavía cuando se echa mano al argumento del lawfare: los gobiernos que recurren a él se consideran autorizados a negar legitimidad a los actos de los poderes constitucionales de otros países, y se pervierten entonces principios básicos que regulan la relación entre las democracias.
Porque la relación entre ellas en todo el mundo se asienta en una premisa que trasciende el principio de soberanía de los estados, y consecuentemente la noción de no intervención en los asuntos internos de los demás países, para promover la solidaridad entre las instituciones del estado de derecho de todas las democracias, y su desarrollo allí donde ellas aún no han logrado consolidarse. Con el lawfare usado como arma arrojadiza para deslegitimar ya no solo lo que hace la Justicia dentro del propio país, sino lo que ella hace en otros países, ese principio se da vuelta, se usa ya no a favor sino en contra de la salud de las democracias de nuestros vecinos, convirtiendo la promoción solidaria del imperio de las leyes en una vía para debilitarlo, politizarlo y deslegitimarlo.
El daño es doble porque es un acto a traición cometido por gobiernos al menos en apariencia democráticos. Y entiéndase el alcance de esa traición: si quienes negaran legitimidad a la Justicia ecuatoriana fueran solo Maduro, Ortega y Díaz Canel, nadie se preocuparía demasiado, es lo esperable de gobernantes autoritarios que están acostumbrados a violar el derecho y mentir alevosamente sobre lo que sucede en sus propios territorios y lo que hacen fuera de ellos. Pero en cambio si la impugnación viene de gobiernos formalmente democráticos, muchos dudarán de su sentido, entrará a pesar la simpatía o antipatía que cada uno sienta por las ideologías o las políticas que cada gobierno impulse, es decir, la discusión sobre las normas se politizará y se extinguirá la confianza y el lenguaje común necesarios para sostener relaciones más o menos normales entre los países democráticos. La ventaja que ellos tenían sobre los autoritarismos se habrá vuelto en su contra.
Esto fue lo que sucedió con Ecuador cuando, contra todos los reclamos de su gobierno a la Cancillería argentina, nuestros embajadores ante dos países, el de Quito y el de Caracas, conspiraron entre sí y con agentes venezolanos para lograr que Duarte saliera sin ser vista de la sede diplomática argentina en aquella ciudad, y apareciera poco después en Venezuela. Con el agregado encima de que la prófuga se comunicó luego con Oscar Laborde, nuestro representante en Caracas, para agradecerle sus gestiones, y este no tuvo empacho en contarlo al periodismo.
El entuerto no terminó ahí, porque ante la reacción del canciller ecuatoriano, nuestro diplomático presidente no tuvo mejor idea que llamarlo, y eso motivó una conversación que empiojó aún más las cosas. Según Alberto, “se trató de una charla casual”, aunque de casual no se entiende qué podría haber tenido, dado que él debía saber que su embajador en Quito estaba a punto de ser expulsado. ¿Trató el presidente de disuadir al canciller de tomar esa medida, le quiso dar alguna explicación de lo sucedido o llamó simplemente para ver si lo convencía de que él no había tenido nada que ver en las manganetas para engañar a la policía, la Justicia y la diplomacia de su país? Es muy difícil saberlo, pero conociéndolo a Alberto Fernández es muy probable que haya algo de cierto en lo que ha dicho el gobierno ecuatoriano sobre lo que nuestro presidente sostuvo: que la culpa era de esos dos embajadores que iban por la suya con aval de Cristina y que él no estaba enterado del asunto. Cosa que, lógicamente, posteriormente se ventiló, generando aún más conflicto entre ambos países.
En resumen, nuestras relaciones con un país con el que siempre nos habíamos llevado bastante bien están prácticamente rotas, Maduro y Correa festejan, este último prometiendo que “pronto recuperaremos Ecuador para la Patria Grande”, alejándolo de las democracias de la región, claro, y nuestro país se ha ganado una estrella más en la carrera por ser el menos confiable del planeta. Si es que no ganamos ya la carrera.
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