Este hito es, quizá, el más claro ejemplo en la historiografía argentina de un momento fundamental que queda abarcado en un determinado tiempo y que impide valorar sus consecuencias y, sobre todo, su condición de bisagra de la Historia.
La historia de la guerra de la Independencia sudamericana, librada entre 1809 y 1824, que significó la pérdida total del territorio que España había comenzado a regentear desde el siglo XVI, suele abundar en los grandes episodios bélicos, como Junín, Ayacucho, Chacabuco, Maipú, Carabobo o Boyacá, donde lo significativo fue la cantidad de efectivos en combate; o en aquellos que tienen valor simbólico como San Lorenzo o Riobamba. Los que fuimos alumnos de la escuela hace varias décadas, solíamos memorizar las campañas del Ejército del Norte, comenzando por Suipacha y Huaqui, siguiendo por Tucumán, Salta, Vilcapugio y Ayohuma, y culminando en Sipe Sipe.
Es bueno destacar que esos recorridos mentales por los distintos campos de batalla nos daban una idea de la magnitud gigantesca de aquel proceso de quince años, que algunos historiadores consideran como una prolongación de las guerras europeas libradas contra la ambición continental del francés Napoleón Bonaparte, y llegan incluso a definir ese período como la primera guerra global de la historia, ya que los distintos enemigos se enfrentaron en todos los continentes habitados hasta entonces, provocando cientos de miles de muertes, miserias económicas por doquier y costos humanos incalculables.
Pero el esfuerzo por tratar de comprender estos procesos históricos tan extensos en el tiempo y en el espacio puede ocasionar la pérdida de la apreciación concreta del valor de cada uno de los episodios en el contexto general. El caso de la batalla de Tucumán en 1812 es, quizá, el más claro ejemplo en la historiografía argentina de un momento fundamental que queda abarcado en un determinado tiempo y que impide valorar sus consecuencias y, sobre todo, su condición de bisagra de la historia, ya que cambió el curso de los acontecimientos.
Si bien no puede hacerse historia contrafáctica, se puede afirmar que si el resultado de la batalla de Tucumán hubiera sido el inverso, es decir un triunfo de las tropas imperiales españolas, o si la batalla no se hubiese producido, las realidades serían diferentes. Por eso vamos a dedicar hoy, a 211 años de aquella gesta patriótica, este espacio para conocer los hechos, los protagonistas, resaltando la importancia de una batalla que cambió la historia del continente.
El Ejército del Norte
Primera Campaña
Cuando se producen los eventos de mayo de 1810 en Buenos Aires, los revolucionarios decidieron casi inmediatamente la formación de ejércitos para difundir los propósitos políticos de la Junta de Gobierno, a la vez que ampliar el control territorial del proceso insurreccional. La más importante formación militar creada en junio de 1810 y puesta en marcha al mes siguiente fue la Expedición Auxiliar del Perú, que la historia moderna argentina ha llamado Ejército del Norte. Fueron sus primeros jefes Francisco Ortiz de Ocampo, Antonio González Balcarce, Juan Martín de Pueyrredón y desde el 26 de marzo de 1812, el general Manuel Belgrano.
La primera campaña de este cuerpo militar logró sofocar el foco contrarrevolucionario de Córdoba, y fusiló al antiguo virrey Santiago de Liniers, al gobernador realista Juan Gutiérrez de la Concha y apresando al obispo Rodrigo de Orellana, lo que les valió a quienes ordenaron las acciones y a quienes las ejecutaron la excomunión, algo generalmente obviado en el relato de los hechos. En su expedición hacia el Alto Perú, hoy Bolivia, las tropas protagonizaron el combate de Cotagaita y la batalla de Suipacha, que permitieron el avance hasta Oruro, Potosí y Chuquisaca, promoviendo el levantamiento contra las autoridades fieles a la España peninsular, esfuerzo que se echó a perder luego del desastre de Huaqui, a orillas del lago Titicaca, que obligó a retroceder hasta Jujuy al ejército revolucionario, luego de saquear el tesoro de Potosí que sería enviado a Buenos Aires para sostener las acciones.
Segunda Campaña
La constitución de la Junta Grande con los diputados de las provincias interiores y la posterior creación del Triunvirato coincidieron con el retroceso de las tropas patriotas hasta Tucumán. Pueyrredón le entregó el mando del ejército a Belgrano en la posta de Yatasto. Es el inicio de la segunda campaña del Ejército del Norte. Vale recordar que el nuevo comandante, que oficiaba como jefe militar pero además como dirigente político, había izado nuevo estandarte desobedeciendo las órdenes recibidas, en las barrancas de la villa del Rosario, al crear la bandera nacional el 27 de febrero de 1812, en viaje hacia Salta. Belgrano decidió dejar la artillería en Tucumán y avanzar con las tropas para instalar un campamento en Campo Santo, en la frontera entre Salta y Jujuy.
Además de ordenar la leva obligatoria de todos los hombres en condiciones de montar, y al recibir la orden de retroceder hasta Córdoba para defender allí la revolución, Belgrano tomó una decisión drástica: el abandono de la ciudad de San Salvador de Jujuy el 23 de agosto de 1812 dejando tierra arrasada frente al avance del Ejército del Perú, ordenado por el virrey José Fernando de Abascal, con el fin de sofocar definitivamente el grito libertario encabezado por el gobierno porteño. El repliegue del ejército acompañado por el pueblo es recordado como el “Éxodo Jujeño”, gesta formidable que marca el espíritu patriótico que Belgrano lograba insuflar.
El ejército imperial marchaba al mando del general Juan Pío Tristán, arequipeño que había compartido las aulas de la Universidad de Salamanca con Belgrano y sería el último virrey del Perú. Todo hacía presumir que Córdoba de la Nueva Andalucía iba a ser el escenario en que se dirimiría el destino de estas tierras. Pero la segunda desobediencia del jefe argentino iba a cambiar el curso de la guerra y la deriva de la historia. En la bajada hacia el sur, la retaguardia del ejército al mando de Eustoquio Díaz Vélez atacó a la vanguardia enemiga en la batalla de Las Piedras el 3 de septiembre, obteniendo una victoria que retempló el ánimo de las tropas.
Al llegar a Tucumán, Belgrano se encontró con el ruego del pueblo tucumano y el apoyo de su aristocracia para resistir y presentar combate. El cabildo envió una delegación formada por Bernabé Aráoz, Rudecindo Alvarado y el cura Pedro Aráoz a hablar con Belgrano, quien acampaba seis leguas de la ciudad, para pedirle el 9 de septiembre disponer de hombres, bienes y dinero, lo que convenció al jefe patriota de la necesidad de desobedecer una orden política que podría tener funestas consecuencias. Desde ese momento se puso en marcha el nervio militar de Belgrano para poner todo a punto para enfrentar a su antiguo condiscípulo salmantino y salvar la revolución.
La batalla
El ejercitó entró en San Miguel del Tucumán el 13 y acampó en la plaza mayor, frente al cabildo y a la iglesia matriz, y se procedió desde entonces a organizar la batalla. Dirá Bartolomé Mitre en su gran obra “Historia de Belgrano y la independencia argentina” que el general decidió: “esperar al enemigo fuera de la ciudad, apoyando su espalda en ella y en caso de contraste, encerrarse en la plaza”. Llegado el Ejército del Perú por el norte a las afueras de San Miguel, Tristán tomó conciencia de que Belgrano ofrecería batalla. En la madrugada del 24 de septiembre de 1812, día de Nuestra Señora de la Merced, patrona de la ciudad, el general Belgrano rezó durante un largo tiempo y le pidió un milagro a la Virgen.
Tristán ordenó atacar la ciudad rodeándola por el sur siguiendo el antiguo Camino Real, para evitar que el enemigo se retirara hacia Santiago del Estero. El oficial Gregorio Aráoz de Lamadrid hizo fuego a fin de dificultar la vista de los realistas sobre el ejército patriota. Belgrano plantó al grueso de su ejército en el Campo de las Carreras y ordenó el ataque contra Tristán. La caballería revolucionaria estaba dividida en dos alas al mando de Balcarce y de Díaz Vélez. La infantería iba a brindar la oportunidad para destacarse de extraordinarios militares que harían gala de sus virtudes en toda la guerra de la Independencia: Ignacio Warnes, José Superí, Carlos Forest y Manuel Dorrego. La artillería quedó al mando del barón Eduardo von Holmberg, secundado por José María Paz.
Los ataques de caballería no pudieron ser resistidos por los hombres de Tristán, que duplicaban en cantidad a los patriotas (4.000 y 2.000 respectivamente). Un contraataque realista provocó una gran confusión hacia el mediodía, pero en ese momento cumbre de la batalla, una manga de langostas cayó sobre los combatientes, probablemente por el calor que el fragor de la lucha provocaba. Para los soldados “abajeños” (los que venían desde el sur) era algo habitual en las pampas, pero para los “arribeños” (llegados desde el norte) fue algo sorpresivo y la caída de proyectiles verdes y monstruosos provocó el desconcierto y el pavor en los realistas. Esto permitió a Belgrano reagrupar sus tropas y vencer en toda la línea.
Las consecuencias
Los españoles perdieron su parque de artillería (13 piezas) y sus bajas alcanzaron los 453 muertos y cerca de 600 heridos, además de unos 350 prisioneros. Los patriotas dejaron 65 muertos y ofrendaron uno 200 heridos. Al día siguiente y luego de ser intimado a rendirse, el jefe español decidió retirarse hacia Salta, dejando el campo en manos del ejército revolucionario. Belgrano redactó el parte de la batalla y lo envió hacia Buenos Aires. La noticia fue el detonante que provocó la caída del primer triunvirato el 8 de octubre a partir de un levantamiento de los oficiales nucleados en la Logia Lautaro.
El 28 de octubre Belgrano decidió entregar el bastón de mando del Ejército del Norte a la Virgen de la Merced, en cuyo templo se lo custodia hasta hoy. Paz relataría en sus memorias el magno acontecimiento: “Cómo la batalla de Tucumán sucedió el 24 de septiembre, día de Nuestra Señora de las Mercedes, el general Belgrano, sea por devoción, sea por una piadosa galantería, la nombró e hizo reconocer por generala del Ejército. La función de la iglesia, que se hace anualmente en su convento, naturalmente, se había postergado y solo tuvo lugar un mes después. A la misa asistió el General y todos los oficiales del ejército…por la tarde fue la procesión en la que sucedió lo que voy a referir: la concurrencia, pues, era numerosa, y además, asistió la oficialidad y tropa, sin armas, fuera de la pequeña escolta, que es de costumbre…”.
La victoria patriota en Tucumán marcó un giro en la historia, ya que la revolución del Río de la Plata era la única que lograba avanzar, mientras en el resto del continente los fervores independentistas iban siendo sofocados uno a uno hasta caer todos en 1813. Expresará Mitre en la obra arriba citada: “Lo que hace más gloriosa esta batalla fue no tanto el heroísmo de las tropas y la resolución de su general, cuanto la inmensa influencia que tuvo en los destinos de la revolución americana. En Tucumán salvóse no sólo la revolución argentina, sino que puede decirse contribuyó de una manera muy directa y eficaz al triunfo de la independencia americana”.
El general Belgrano dispuso una campaña rumbo al norte que culminaría en la batalla de Salta el 20 de febrero de 1813, la derrota de Vilcapugio el 1° de octubre de 1813 y el desastre de Ayohuma el 14 de noviembre de ese año. El Ejército del Norte debió abandonar nuevamente el Alto Perú y en la posta de Yatasto sería relevado su jefe el 30 de enero de 1814. Belgrano entregó el mando al general José de San Martín y compartirían los únicos momentos de diálogo cara a cara de sus vidas. Pero esta es otra historia que merece ser contada como corresponde. Lo haremos, si Dios quiere, más adelante.
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