viernes, septiembre 20

El “maoísmo de mentirita” de Alberto Fernández

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Nota extraída de TN, por Marcos Novaro

Ni yanquis ni marxistas: Alberto Fernández promueve en lugar del viejo tercerismo un putinismo gestual y un maoísmo infantil y turístico, ambos poco serios y que revelan, más que el interés en alinearse con los imperialismos autoritarios en auge, el de diluir el ajustazo que está acometiendo

¿Cómo se esconde un crimen? Detrás de otro más grave y escandaloso.

Esa parece ser la receta que el Presidente está queriendo aplicar, para disimular que lo que se viene es un ajustazo de proporciones, que indefectiblemente afectará a sus votantes y ya lo enfrenta al ala más poderosa e ideológica de su fuerza política. Por más que lo disfrace con una nueva batalla contra los porteños ricos, lo disimule detrás de la inflación y planee incurrir en todos los incumplimientos posibles de las metas que firme con el FMI.

El ajuste va a sentirse y fuerte, sobre todo este año. Así que, qué mejor que disimular la rendición de esa hasta aquí inclaudicable bandera kirchnerista con un poco de circo antiimperialista, abrazándose a los enemigos internacionales de Estados Unidos, los que en la cabecita de nuestros gobernantes nac&pop encarnan ilusoriamente “el otro polo de poder mundial”.

Igual se fue de mambo el Alberto en ese intento, como explicaban luego algunos de sus funcionarios, con sus declaraciones contra la “dependencia de EEUU” ante Putin y su devoción por las enseñanzas de Mao. Así que quiso a continuación compensar, tal la receta que sugiere su peculiar multilateralismo gataflora: una de cal, otra de arena. Y el viernes pasado, para calmar los ánimos, advirtió: “No pretendo imponer un régimen maoísta en nuestro país”.

¡Alto ahí! De nuevo la mala costumbre de escaparle al bulto a las consecuencias de un error, hablando de otros que serían mucho más graves y no se han cometido.

Nadie imagina realmente que sea su intención emular al régimen maoísta (tal vez sí sea la de Sabino Vaca Narvaja, nuestro embajador, que más bien actúa como embajador chino ante nuestro país). Ni mucho menos que pudiera lograrlo, de proponérselo, cuando su gobierno está mostrándose absolutamente incapaz de emprender hasta las tareas más elementales, como mantener mínimamente bajo control la inflación, que se pueda importar lo imprescindible, etc., etc..

Pero lo que sí cabe reprocharle es que con su homenaje al peor déspota totalitario de la historia mundial eche por la borda una valiosa tradición de respeto a los derechos humanos universales, nos vuelva cada vez menos confiables como país para el concierto mundial, incluidos también rusos y chinos, y someta la política exterior a una improvisación penosa, que nos sale muy cara, y está guiada por pedestres necesidades de imagen en la política local, y por la interna de su gobierno.

El multilateralismo gataflora es un camino seguro para aislarnos cada vez más del mundo, y no es económicamente inocuo: tiene costos enormes para las arcas públicas y privadas, a través del riesgo país, la propia negociación con el Fondo, etc, etc. Porque logra lo contrario de lo que supuestamente se propone: en vez de a llevarnos más o menos bien con todos los demás países, y convertirlos en socios y aliados, nos condena a tener relaciones precarias y conflictos recurrentes, sobre todo con aquellos que más necesitamos.

A continuación de la desmentida que nadie le pedía, Alberto volvió a abonar la confusión a este respecto: “No existen los aliados permanentes”, dijo, como si supiera de qué estaba hablando, y le significara lo mismo esa prescindencia altiva a un país fuerte y con las cuentas en orden, que a uno débil y necesitado de ayuda como el nuestro.

Si a eso quería referirse Santiago Cafiero cuando declaró días atrás que “en el mundo hay interés en escuchar a Alberto”, mejor que no insista. Cafiero como canciller no es muy bueno que digamos, no fue tampoco buen jefe de Gabinete, por esos dos méritos debe ser que tiene un lugar de honor en la actual administración. Por eso y porque como humorista es incomparable.

Pero volviendo a las lecciones de política exterior que pretende impartir el Presidente, no casualmente “autarquía” es la palabra que más lo entusiasma, a él y también a su staff. Ella tiene sus inspiradores académicos, supuestos expertos “realistas” que invitan a explorar vías para lograr “más autonomía”, como si no fuera justamente eso lo que el peronismo desde sus inicios, el kirchnerismo con aún más entusiasmo, y muchos otros gobiernos argentinos, civiles y militares en el ínterin, intentaran inútilmente durante el último siglo. Con los resultados que están a la vista.

Ese sueño de autarquía está en el origen del orgullo con que muchos dirigentes políticos, sindicalistas y también empresarios celebran que nuestras exportaciones e importaciones se mantengan en “lo mínimo imprescindible”, y en vez de esforzarse por tener un sistema estable de financiamiento público y privado en el mercado internacional, nos dediquemos regularmente a defaultear.

Tiene razón Alberto en un punto: no fue nada del otro mundo que le rindiera homenaje a Mao en Beijing, lo hacen todos los visitantes por protocolo, lo hizo también Macri, mientras exploraba la idea de sumarse a la “ruta de la seda”. Lo que sí salió de protocolo fueron las declaraciones de alineamiento con el Partido Comunista, el de ayer y el de hoy: eso no lo hacen todas las visitas. En realidad lo hacen muy pocas: gente como Maduro sí, pero ni siquiera Putin se atreve a tanto, porque finalmente su versión del neototalitarismo es bastante más soft que la de Xi. No se le ocurriría recrear, por ejemplo, los campos de concentración que se multiplican en territorio chino en los últimos años, casi como en tiempos de la Revolución Cultural.

Y estas diferencias ilustran otra vena por la que Alberto cree poder sacar provecho de ensalzar al maoísmo: la costumbre de evadir toda autocrítica, y de usar una retórica nacionalista extrema para acallar todo intento en ese sentido. Un registro, convengamos, en que nuestro actual mandatario no hace más que seguir una larga tradición kirchnerista, la de simular moderación, mientras se aplican políticas cada vez menos moderadas.

Esa es la forma en que la gestión actual se ha ido manejando en todos los terrenos, la economía, la justicia, la salud: discursos soft para justificar y disimular una deriva hacia políticas progresivamente sesgadas hacia el autoritarismo y el estatismo discrecional, a medida que las “soluciones” intentadas generaron efectos no deseados, ni acordes con las expectativas y necesidades de los gobernantes. Algo que ya caracterizó la vía a la radicalización del primer kirchnerismo. Así que en eso sí habría que admitir que Alberto cumplió su palabra: hace acordar a las actitudes de Néstor hacia el Indec, los medios y el Poder Judicial.

¿De qué asombrarse entonces? Al menos sí cabe hacerlo de la falta de tino con que esta deriva está manejándose: lo que desespera es no solo la cada vez mayor peligrosidad de las políticas que se deciden y pretenden aplicar, sino la falta de eficacia al hacerlo, que suma a los males esperables de la falta de plan y rumbo, las desgracias de la torpeza.

En la desesperación porque no se vacíe por completo de legitimidad su administración, hasta para los pocos votantes que le quedan al oficialismo, no solo Alberto ha ido renunciando a recuperar a los más moderados, se resigna a abandonar hasta la más mínima prudencia.

Era hasta hace poco un presidente que no decidía nada y pateaba todo para adelante. Ahora se está volviendo uno casi temerario, que aprieta todos los botones a su alcance, y hace todo tipo de gestos y señales, a ver si algo le funciona. Frenarlo para que los costos derivados de malas decisiones peor implementadas no escalen es la principal responsabilidad de los demás.