viernes, septiembre 20

Hecha la ley, hecha la trampa: ¿de qué nos reímos?

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Nota extraída de TN por Fernando Miodosky

El blindaje basado en una multiplicidad de parches va compensando los desequilibrios que provoca el imperio de la “viveza criolla”.

Desde hace décadas, vivimos supeditados a una dinámica que socava las bases de sustentación de cualquier sociedad. “Hecha la ley, hecha la trampa y hecha la trampa, hecha la ley”. En el mismo momento en que se generan las reglas de juego, se dispara una contraofensiva de barricada dispuesta a esquivarlas.

Es cierto. La propia dinámica de gestación de la estructura de normas que reglan la vida de todos los argentinos no goza de muy buena reputación. También es cierto que es difícil pensar que haya alguna viabilidad de funcionamiento en el marco de un desentendimiento generalizado. Es impensable la sociedad sin leyes y sin autoridad. Pero el perjuicio, con el correr de los años, parece sedimentar un trauma aún mayor y refiere a la distorsión respecto de la concepción de las normas.

Un ambiente de desencuentros

Además de identificarlas por defecto como viciadas de origen y en confrontación con nuestros intereses, lejos de pretender cambiarlas, prevalece cierta incitación a transitar caminos esquivos. Desconocerlas dispara la satisfacción de doblegar la imposición y el “placer” de sentirnos “los más vivos”. Y este sentimiento impera en todos los ámbitos, aún en los más cotidianos y domésticos. Se observa en la vida diaria bastardeando la palabra y la confianza entre partes. La presunción de engaño va limando las sinergias positivas entre las personas. Así vivimos en un ambiente de desencuentros en donde la viveza criolla coarta la posibilidad de conectar constructivamente.

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La confrontación con las reglas de juego genera tensiones que drenan en el tejido social carcomiendo los vínculos entre las personas. Los demás, en vez de ser facilitadores, se convierten en obstáculos o amenazas. No es con el otro sino a costa del otro. En esta dinámica, se fue gestando una sobreadaptación que, con los años, ha logrado afianzar el mecanismo de desentendimiento de las normas y hasta las malformaciones se observan como naturales y, aun peor, plausibles. El logro se saborea más si tiene el engaño en su entramado. El gol, si es con la mano, viene con una dosis adicional de satisfacción.

La propia dinámica de gestación de la estructura de normas que reglan la vida de todos los argentinos no goza de muy buena reputación.
La propia dinámica de gestación de la estructura de normas que reglan la vida de todos los argentinos no goza de muy buena reputación.Por: MemoryMan – stock.adobe.com

Ser disciplinado “no garpa”. Y el castigo tiene mala prensa. Culturalmente, se premia a los que transgreden las reglas y sortearlas está en las entrañas de nuestra identidad. Ese embrión gestado en múltiples ocasiones de la historia del país, se propagó en una gran mayoría con notable eficiencia generando algo que se encarnó como el placer de transgredir. Muchos han tratado de entenderlo como un rasgo de valentía, de revelación, que traía consigo la transformación. Ese prisma bienaventurado se esfumó rápidamente cuando el espíritu destructivo tiñó cualquier vocación de mejorar en algo.

Individualismo y cortoplacismo

La reciprocidad esperada del comportamiento de los demás, desde lo más elemental a lo más complejo, carece de virtuosidad e impide una articulación positiva. La confianza que, como una plataforma elástica, logra impulsar la búsqueda de objetivos comunes, se ve corroída y rígida, con pocas posibilidades de impulsar ideas y sueños.

En este ecosistema, los acuerdos entre las personas, como la base para propiciar el crecimiento de un país, se ven socavados por conductas nocivas. Prevalece el individualismo y el cortoplacismo como esquema de supervivencia. El “colectivo social” está figurativamente con freno de mano.

Y por más que muchas veces podamos sentirnos los más vivos, a la hora de sacar cuentas, perdemos por goleada. Para confrontar con la viveza criolla, desplegamos un artilugio de recaudos por demás molestos y, sobre todo, caros. Activamos el “blindaje” para no quedar expuestos. Y como todos saben, nada de eso es barato.

Cada uno, en sus posibilidades, despliega estrategias defensivas para protegerse. Así como frente al aumento de la inseguridad ponemos rejas y alarmas, tenemos un perro, no caminamos de noche, dejamos el auto en un estacionamiento privado por miedo al vandalismo, nos bajamos mirando para todos lados y algunos se encierran en barrios privados, esos mismos recaudos tomamos en todos los órdenes de la vida.

El blindaje basado en una multiplicidad de parches va compensando los desequilibrios que provoca el imperio de la viveza criolla. Si pudiéramos estimar el costo de estar a la defensiva nos daríamos cuenta que, como sociedad, estamos lejos de hacer un buen negocio. Y sería muy conveniente para todos erradicarla. La picardía barata que se despliega en amplios espacios de la sociedad genera un daño profundo que impacta como un camión de frente todos los días sobre cada uno de nosotros.

Erradicarla implica restablecer la autoridad en su capacidad legitima de resguardar el respeto a las normas, además de mejorar la forma en que estas normas nacen y se implementan. Disciplinarnos no necesariamente implica perder la viveza. Por el contrario. Es la única forma de contemplar al otro como parte de nosotros mismos. Porque estar bien no puede ser a costa de los demás. Y eso implica respetar las reglas de juego.

Tenemos el desafío de civilizar los “templos” que reproducen y potencian de hecho y simbólicamente estos vicios. Por ejemplo, en el ámbito del futbol, entre otros, hay bastante por hacer sabiendo el enlace que tiene con la gran mayoría de los argentinos y su rol relevante en el proceso de socialización.

La viveza criolla, al mismo tiempo de generar en muchos una risa burlona, nos impide la posibilidad de tejer una sociedad articulada y fuerte. El costo es tan alto que sólo vale preguntarnos de qué nos reímos.

(*) Fernando Miodosky es sociólogo y consultor.