viernes, abril 26

Los “robos” más escandalosos del kirchnerismo

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Nota extraída de La Nación por Laura di Marco

Mutilar la historia de los 70 e imponer nuevos silencios fue una obra mayor del relato K, un asunto en el que aún hay mucho por explorar

Con una jugada grosera, tal vez desesperada, Cristina Kirchner partió el bloque de senadores del Frente de Todos para robarle un representante a Juntos en el Consejo de la Magistratura, el órgano encargado de seleccionar y sancionar a los jueces. Desde Santa Cruz, el mecanismo siempre es el mismo; lo que cambia es la escala o el escenario: todo vale con tal de ejercer el poder sin límites. Esta semana, el kirchnerismo redobló sus esfuerzos para arrebatarle una tajada más a la república.

El avance sobre la Justicia hunde sus raíces en el protokirchnerismo. Fue una condición necesaria para lograr la total hegemonía en un feudo donde jamás existió la idea de Justicia independiente. El caso del procurador Eduardo Sosa, en 1995, es un claro ejemplo de lawfare, pero al revés. Entonces, no había “poderes fácticos” persiguiendo a los “gobiernos populares”, sino un caudillo autoritario queriendo sacarse de encima a un fiscal que amagaba con investigar en serio la corrupción en Santa Cruz. Lo novedoso, en todo caso, es que para concretar el mismo avance a nivel nacional el kirchnerismo necesitó sofisticarse, construir una narrativa, atraer intelectuales, revestir la historia con mentiras o medias verdades. Capturar la memoria.

Mutilar la historia de los 70 e imponer nuevos silencios fue una obra mayor del relato K, un asunto en el que aún hay mucho por explorar. Como solía resumir Kirchner, con brutalidad conceptual: “La izquierda te da fueros”.

En las derivaciones autoritarias de aquella apropiación, tal vez la más escandalosa, se zambulle el flamante libro de Norma Morandini, Silencios, memoria ruidosa sobre lo acallado, un ensayo tan íntimo y profundo como político e interpelador.

El último fin de semana, en un lenguaje más coloquial, Jaime Durán Barba definió bien los efectos de aquella construcción mentirosa, pero eficaz, en el diario Perfil: “Nada más reaccionario que la señora Cristina Fernández, que nunca defendió a un perseguido político, a un desaparecido, y se presenta como de izquierda”. Aferrada sin ninguna culpa a una doble pensión de 2.400.000 pesos –un monto donde entran 72 jubilaciones mínimas–, Cristina le acaba de “robar” a Milei el término “casta”, como si ella no fuera un miembro destacado de esa elite de dirigentes millonarios, frente a una sociedad cada vez más empobrecida. Lo aplicó, esta vez, para deslegitimar a la Corte Suprema, un poder que jamás logró cooptar. Hay que reconocerle su enorme creatividad discursiva.

Juan Schiaretti, un gobernador que hace del silencio un culto (no da entrevistas), sorprendió este año en la apertura de sesiones legislativas con un discurso que pasó inadvertido, pero que apuntó de lleno a desenmascarar la mayor impostura de Néstor y Cristina Kirchner: “Los que peleamos en serio contra la dictadura y le vimos la cara a la muerte varias veces sabemos que gobernar recitando consignas progresistas, mientras se degradan las instituciones y se profundiza la decadencia, demuestra una actitud feudal y autoritaria, que nada tiene que ver con el progresismo que recitan”.

La escenificación queda al desnudo en un solo hecho tan revelador como poco relatado. En 1979, cuando aún desaparecían argentinos en plena dictadura, el exsenador Eduardo Murguía se convirtió en el único referente del peronismo santacruceño en firmar el documento del PJ que denunciaba el terrorismo de Estado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que entonces visitaba la Argentina. Néstor y Cristina no solo permanecieron indiferentes cuando ocurrían aquellas violaciones, sino que borraron a Murguía de su narrativa. Tal vez porque se la arruinaba.

En su ensayo íntimo, Morandini sugiere una pregunta movilizante: la gente que sobreactúa indignación sobre los 70, la que grita ¿qué habrá hecho en esa época? “El que verdaderamente ha sentido dolor y miedo por su vida no grita. Grita el que siente culpa”.

La vida suele encontrar formas irónicas para mostrar la verdad. El 18 de septiembre de 1977, al final de un domingo soleado que anticipaba la primavera, la oscuridad cayó sobre la vida de Norma Morandini: los militares secuestraron a Néstor y Cristina, sus hermanos menores. En un departamento frente al Parque Lezama, aquella tarde Norma terminaba de bañar a su pequeño hijo, de entonces siete años, cuando un grupo de tareas se llevó a su hermana menor. “Todavía escucho esos gritos desgarradores”. A la hermana mayor le dedicaron una frase aterradora: “A vos no te llevamos para no dejar más huérfanos”. A esa tragedia le siguieron un largo exilio, una prestigiosa carrera periodística, luego política y el desarrollo de un intenso recorrido como activista de los derechos humanos. Como Hannah Arendt, tenía necesidad de comprender para no repetir tragedias. “Aprendí que, a mayor sufrimiento, mayor silencio y mayor compromiso con la pacificación”.

Pasaron los años y la increíble coincidencia de los nombres, Néstor y Cristina, volvió irresistible la necesidad de cooptación. Norma jamás accedió, tal vez porque descubrió tempranamente el engaño colectivo. La amañada narrativa K apuntó –y, en gran medida, logró– invertir los hechos. Repasemos el último 24 de marzo. De la plaza de los “revolucionarios” participaban varios condenados en resonantes casos de corrupción: Amado Boudou, Juan Pablo Schiavi, Felisa Miceli, Gustavo Menéndez. Aquel día, una intelectual cristinista emitió un tuit, abogando por la unidad del espacio nac & pop, para que jamás regrese la “derecha vengativa”. Traducción: en la cosmovisión de quienes proveen “fueros” intelectuales al kirchnerismo para consumar sus más escandalosos robos, Morandini quedaría del lado de la “derecha vengativa”, mientras que Boudou o la exministra de la bolsita se presentan como referentes del “campo popular”. Más delirio no se consigue.

La autora de Silencios hace un repaso por la zigzagueante historia de lo acallado, desde la recuperación democrática: “Después del silencio impuesto por el terror de la dictadura, en los 80 recuperamos la palabra jurídica con el Juicio a las Juntas. Más tarde, en los cuarteles, los militares le arrancan a Alfonsín la ley de obediencia debida. En los 90, Menem dicta los indultos. Entonces, los que hoy no se hablan hablaban entre sí. En los 90 también hubo un sano ensayo de autocrítica de algunos intelectuales sobre la violencia de los 70, disparada por la carta del filósofo Oscar del Barco. Una autocrítica que fue abortada en los 2000, cuando el kirchnerismo vino a imponer un nuevo silencio convirtiendo en héroes a quienes habían participado de la lucha armada”.

¿Por qué nos pasó lo que nos pasó?, es una de las preguntas incómodas que atraviesa Silencios. Y hay muchas más: ¿por qué los perseguidos de ayer devinieron los comisarios políticos de hoy? Si lo que viola la dictadura es la convivencia democrática, ¿no hay hoy una nueva cancelación, cuando se convierte en verdad el relato oficial? ¿Cómo es posible que, después de 40 años de democracia, no podamos tener un diálogo colectivo, sin gritos? ¿Cómo sucedió que, en nombre de la universalidad de los derechos humanos, nos digan cómo tenemos que pensar, qué palabras usar o nos maten la reputación cuando decimos lo que pensamos, y lo que pensamos contradice el relato oficial?

Norma se enteró, durante la era K, de que Néstor y Cristina Morandini fueron asesinados en los vuelos de la muerte. Sin embargo, nadie del gobierno ni de los organismos de derechos humanos le acercó esa verdad cruda, que buscó durante tantos años. Se enteró por el diario español El País. Es sabido: a los “enemigos” del relato, ni justicia.