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PARÁBOLA DE LAS DIEZ VíRGENES
— Cristo es el esposo que llega.
— El juicio particular.
— Prepararnos cada día para el juicio: el examen de conciencia.
I. La parábola que leemos en el Evangelio de la Misa1 se refiere a una escena ya familiar al auditorio que escucha a Jesús, porque de una manera o de otra todos la habían presenciado o habían sido protagonistas del suceso. El Señor no se detiene, por este motivo, en explicaciones secundarias, conocidas por todos. Entre los hebreos, la mujer permanecía aún unos meses en la casa de sus padres después de celebrados los desposorios. Más tarde, el esposo se dirigía a la casa de la mujer, donde tenía lugar una segunda ceremonia, más festiva y solemne; desde allí se dirigían al nuevo hogar. En casa de la esposa, esta esperaba al esposo acompañada por otras jóvenes no casadas. Cuando llegaba el esposo, las que habían acompañado a la novia, junto con los demás invitados, entraban con ellos y, cerradas las puertas, comenzaba la fiesta.
La parábola, y la liturgia de la Misa de hoy, se centra en el esposo que llega a medianoche, en un momento inesperado, y en la disposición con que encuentra a quienes han de participar con él en el banquete de bodas. El esposo es Cristo, que llega a una hora desconocida; las vírgenes representan a toda la humanidad: unos se encontrarán vigilantes, con buenas obras; otros, descuidados, sin aceite para las lámparas. Lo anterior es la vida; lo posterior –la llegada del esposo y la fiesta de bodas–, la bienaventuranza compartida con Cristo2. La parábola se centra, pues, en el instante en que llega Dios para cada alma: el momento de la muerte. Después del juicio, unos entran con Él en la bienaventuranza eterna y otros quedan tras una puerta para siempre cerrada, que denota una situación definitiva, como Jesús había revelado también en otras ocasiones3. Ya el Antiguo Testamento señala, a propósito de la muerte: Si un árbol cae al sur o al norte, permanece en el lugar en que ha caído4. La muerte fija al alma para la eternidad en sus buenas o malas disposiciones.
Las diez vírgenes habían recibido un encargo de confianza: aguardar al esposo, que podía llegar de un momento a otro. Cinco de ellas fijaron todo su interés en lo importante, en la espera, y emplearon los medios necesarios para no fallar: las lámparas encendidas con el aceite necesario. Las otras cinco estuvieron quizá ajetreadas en otras cosas, pero se olvidaron de lo principal que tenían que hacer aquella tarde, o lo dejaron en segundo término. Para nosotros lo primero en la vida, lo verdaderamente importante, es entrar en el banquete de bodas que Dios mismo nos ha preparado. Todo lo demás es relativo y secundario: el éxito, la fama, la pobreza o la riqueza, la salud o la enfermedad… Todo eso será bueno si nos ayuda a mantener la lámpara encendida con una buena provisión de aceite, que son las buenas obras, especialmente la caridad.
No debemos olvidarnos de lo esencial, de lo que hace referencia al Señor, por lo secundario, que tiene menor importancia e incluso, en ocasiones, ninguna. Como solía decir San Josemaría Escrivá, «hay olvidos que no son falta de memoria, sino falta de amor»5; significan más bien descuido y tibieza, apegamiento a lo temporal y terreno, y desprecio, quizá no explícitamente formulado, de las cosas de Dios. «Cuando lleguemos a la presencia de Dios, se nos preguntarán dos cosas: si estábamos en la Iglesia y si trabajábamos en la Iglesia. Todo lo demás no tiene valor. Si hemos sido ricos o pobres, si nos hemos ilustrado o no, si hemos sido dichosos o desgraciados, si hemos estado enfermos o sanos, si hemos tenido buen nombre o malo»6. Examinemos en la presencia del Señor qué es realmente lo principal de nuestra vida en estos momentos. ¿Buscamos al Señor en todo lo que hacemos, o nos buscamos a nosotros mismos? Si Cristo viniera hoy a nuestro encuentro, ¿nos encontraría vigilantes, esperándole con las manos llenas de buenas obras?
II. A medianoche se oyó la voz: ¡Ya está ahí el esposo! ¡Salid a su encuentro!
Inmediatamente después de la muerte tendrá lugar el juicio llamado particular, en el que el alma, con una luz recibida de Dios, verá en un instante y con toda profundidad los méritos y las culpas de su vida en la tierra, sus obras buenas y sus pecados. ¡Qué alegría nos darán entonces las jaculatorias que hemos rezado al encontrar un Sagrario camino del trabajo, las genuflexiones –verdaderos actos de adoración y de amor ante Jesús presente en aquel Altar–, las horas de trabajo ofrecidas a Dios, la sonrisa que tanto nos costó la tarde en que nos hallábamos tan cansados, los esfuerzos por acercar a este amigo al sacramento de la Confesión, las obras de misericordia, la ayuda económica y el tiempo empleado para sacar adelante aquella obra buena, la prontitud con que nos arrepentimos de nuestros pecados y flaquezas, la sinceridad en la Confesión…! ¡Qué dolor por las veces que ofendimos a Dios, las horas de estudio o de trabajo que no merecieron llegar hasta el Señor, las oportunidades perdidas para hablar de Dios en aquella visita a unos amigos, en aquel viaje…! ¡Qué pena por tanta falta de generosidad y de correspondencia a la gracia!, ¡qué pena por tanta omisión!
Será Cristo quien nos juzgue. Él ha sido constituido por Dios como juez de vivos y muertos7. San Pablo recordaba esta verdad de fe a los primeros cristianos de Corinto: Todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, bueno o malo8. Siendo fieles cada día en lo pequeño, utilizando las obras más corrientes para amar y servir a Cristo, no nos dará temor presentarnos ante Él; por el contrario, tendremos un inmenso gozo y mucha paz: «Será gran cosa a la hora de la muerte –escribía Santa Teresa de Jesús– ver que vamos a ser juzgadas por quien hemos amado sobre todas las cosas. Seguras podemos ir con el pleito de nuestras deudas. No será ir a tierra extraña, sino propia; pues es a la de quien tanto amamos y nos ama»9.
Inmediatamente después de la muerte, el alma entrará al banquete de bodas o se encontrará con las puertas cerradas para siempre. Los méritos o la falta de ellos (los pecados, las omisiones, las manchas que han quedado sin purificar…) son para las almas –enseña Santo Tomás de Aquino– lo que la ligereza y el peso para los cuerpos, que les hace ocupar inmediatamente su lugar propio10.
Meditemos hoy sobre el estado de nuestra alma y el sentido que le estamos dando a los días, al trabajo…, y repitamos, rectificando la intención de lo que no vaya según Dios, la oración que nos propone el Salmo responsorial de la Misa: Mi alma está sedienta de Ti, Señor, Dios mío. // Oh Dios, Tú eres mi Dios, por Ti madrugo, // mi alma, está sedienta de Ti; mi carne tiene ansia de Ti, // como tierra reseca, agostada, sin agua11. Sé bien, Señor, que nada de lo que hago tiene sentido, si no me acerca a Ti.
III. «Hay olvidos que no son falta de memoria, sino falta de amor». La persona que ama no se olvida de la persona amada. Cuando el Señor es lo primero no nos olvidamos de Él. Estamos entonces en actitud vigilante, no adormecidos, como nos pide Jesús al final de la parábola: Vigilad, pues, porque no sabéis el día ni la hora.
Para disponernos a ese encuentro con el Señor y no experimentar sorpresas de última hora, debemos ir adquiriendo un conocimiento más profundo de nosotros mismos, ahora que es tiempo de merecimiento y de perdón. Porque si entrásemos en cuenta con nosotros mismos -escribe San Pablo a los de Corinto-, ciertamente no seríamos juzgados12: no se descubriría, con sorpresa, nada que ya antes no hubiésemos conocido y reparado. Para eso necesitamos hacer bien el examen diario de conciencia, que ponga ante nuestros ojos, con la luz divina, los motivos últimos de nuestros pensamientos, obras y palabras, y poder aplicar con prontitud los remedios oportunos. Cada día de nuestra vida es como una página en blanco que el Señor nos concede para escribir algo bello que perdure en la eternidad: «a veces recorro velozmente todas las hojas escritas y dejo volar también las páginas blancas, esas sobre las cuales nada he escrito aún, porque todavía no ha llegado el momento. Y siempre, misteriosamente, se me quedan algunas entre las manos, esas mismas que no sé si llegaré a escribir, porque no sé cuándo me pondrá el Señor por última vez ese libro ante los ojos»13.
Nosotros no sabemos por cuánto tiempo aún podremos repasar, corregir y rectificar las páginas que ya hemos escrito, y cada noche nuestro examen de conciencia personal –valiente, sincero, delicado, profundo– nos servirá para pedir perdón por lo que en ese día no hemos hecho según el querer divino, y procuraremos encontrar los remedios para el futuro. Lo normal será que este examen diario nos permita preparar con hondura la Confesión. La consideración de las verdades eternas nos ayudará a que el examen sea sincero, sin engañarnos a nosotros mismos, sin ocultar o disimular lo que nos avergüenza o humilla nuestra soberbia y nuestra vanidad.
El examen de conciencia bien hecho en la presencia del Señor «te dará un gran conocimiento de ti mismo, y de tu carácter y de tu vida. Te enseñará a amar a Dios y a concretar en propósitos claros y eficaces el deseo de aprovechar bien tus días… Amigo, coge en tus manos el libro de tu vida y vuelve cada día sus páginas, para que no te sorprenda su lectura el día del juicio particular y no hayas de avergonzarte de su publicación el día del juicio universal»14. El Señor llama necias a estas vírgenes que no supieron preparar su llegada. No hay una necedad mayor.
Acudamos, al terminar este rato de oración, a Nuestra Señora, Reina y Madre de misericordia, vida y dulzura, esperanza nuestra, para que nos ayude a purificar nuestra vida y a llenarla de frutos. Acudamos también al Ángel Custodio, quien «nos acompaña siempre como testigo de mayor excepción. Él será quien, en tu juicio particular, recordará las delicadezas que hayas tenido con Nuestro Señor, a lo largo de tu vida. Más: cuando te sientas perdido por las terribles acusaciones del enemigo, tu Ángel presentará aquellas corazonadas íntimas –quizá olvidadas por ti mismo–, aquellas muestras de amor que hayas dedicado a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo.
»Por eso, no olvides nunca a tu Custodio, y ese Príncipe del Cielo no te abandonará ahora, ni en el momento decisivo»15.
1 Mt 25, 1-13. — 2 Cfr. F. Prat, Jesucristo, Jus, México 1946, vol. II, p. 241. — 3 Cfr. Lc 13, 25; Mt 7, 23. — 4 Eccl 11, 3. — 5 Cit. por F. Suárez, Después, p. 121. — 6 Card. J. H. Newman, Sermón para el Domingo de Septuagésima: el juicio. — 7 Hech 10, 42 — 8 2 Cor 5, 10. — 9 Santa Teresa, Camino de perfección, 40, 8. — 10 Santo Tomás, Suma Teológica, Suppl., q. 69. a. 1. — 11 Salmo responsorial. Sal 62, 2. — 12 1 Cor 11, 31. — 13 S. Canals, Ascética meditada, p. 137. — 14 Ibídem, p. 140. —
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